Por Mónica Muñoz |

“Vete a tu cuarto y reflexiona en lo que has hecho”, escuchamos con frecuencia en las series de televisión extranjeras, frase expresada a los niños, casi siempre acompañada de un tono melodramático que busca sustituir al regaño.  Y, sinceramente, nunca se me ha ocurrido utilizarla en la vida real, pues es un recurso escénico tan desgastado que ha perdido sentido para los espectadores. Sin embargo, creo que si se aplicara, traería mucho bien, no sólo a los infantes sino a todas las personas que vamos por la vida trabajando sin descanso y preocupados por el día a día, a veces sin sentido.

Y es que, en realidad, actualmente dedicarnos a reflexionar se ha convertido en un acto poco menos que imposible, porque con la vida tan acelerada que llevamos, apenas nos queda tiempo para concluir nuestras actividades cotidianas, que muchas veces llevamos a cabo mecánicamente porque son parte de nuestro itinerario semanal.  En ocasiones, al llegar el fin de semana, pensamos poco en que requerimos de un tiempo de descanso, pero no pasa por nuestra mente dedicar un espacio a la reflexión de nuestros actos.  Quizá ni siquiera cuando vamos a Misa pensamos en hacerlo, porque para muchos se ha convertido en una costumbre dominical que hay que cumplir para no incurrir en pecado.  No hay peor manera de echar a perder la Misa que yendo por obligación, diría un santo obispo.

Pero, recordemos un poco, ¿qué significa reflexionar? De acuerdo al diccionario, se trata de “pensar o considerar detenidamente una cosa, buscando causas, implicaciones, consecuencias. En general, a través de la reflexión se puede analizar las causas, medir los efectos y comprender los resultados de algo.”

Un sinónimo de esta palabra es “meditar”.  Ahora bien, reflexionar se trata de pensar, analizar o considerar algún asunto detenidamente, sopesando pros y contras, desmenuzando el bien o el mal que tal o cual acto podría acarrear, considerando las consecuencias que tendrían las acciones llevadas a cabo.  Tratándose de algo tan serio, debería ser un acto practicado con frecuencia, pues todos los días estamos tomando decisiones que, si fueran reflexionadas, quizá resultarían mejor.  Me viene a la mente lo que hacen los jóvenes cuando salen a “divertirse” con sus amigos y se exponen a toda clase de peligros, creyendo que nada les pasará si toman bebidas alcohólicas o peor aún, drogas, si manejan en estado de ebriedad o tienen relaciones sexuales promiscuas y pasajeras.  Si pensaran un poquito, inmediatamente desecharía meterse en problemas, pues está de por medio su vida.

Pero no sólo los jóvenes, los adultos con frecuencia actuamos sin pensar.  No por nada ha incrementado el número de divorcios y familias rotas, trayendo como consecuencia niños infelices y despojados de seguridad, amor y protección, todo porque sus padres no se tomaron el tiempo para entender que, actuando arrebatadamente, convertirían a sus hijos en víctimas inocentes de sus malas decisiones, por tomar sólo un ejemplo.

Pero las cosas no quedan sólo ahí.  ¡Cuánto miedo tenemos de interiorizar en nuestra propia persona!  Con frecuencia, resultaría indispensable ver en nuestro interior, sincerarnos con nosotros mismos y reconocer que estamos fallando, de tal manera que, dicho ejercicio, terminara con un firme propósito de cambio respecto a tal o cual actitud que está dañando nuestras relaciones.  Cuánto bien nos haríamos si tuviésemos el valor de ponernos frente al espejo y desnudar nuestra alma, esa que sólo Dios conoce profundamente y que tanto nos atemoriza.

No por nada los católicos tenemos en gran estima el sacramento de la Reconciliación, que nos invita a hacer un detenido examen de conciencia para luego reconocer nuestras culpas y confesarlas al sacerdote, que nos aconseja cómo actuar y nos “receta” una penitencia con la que podemos retribuir en algo el perdón de Dios.  Por supuesto, no todo el mundo hace bien esta parte, porque volvemos al punto, es sumamente difícil reconocer que hemos fallado, por lo que no es extraño que quien se acerca a confesarse termine platicando las faltas de los demás sin mencionar las suyas.

Meditar en nuestros actos y palabras traerían mucha paz a nuestras personas y familias, porque nos ayudaría a entender que los demás, la mayoría de las ocasiones, actúan por ignorancia más que por malicia. Comprenderíamos que con una palabra podemos destruir o animar a las personas que amamos o que trabajan con nosotros. Que vale más detenernos antes que decir lo primero que venga a nuestra cabeza porque podríamos arrepentirnos el resto de nuestras vidas, pero eso se consigue ejercitando nuestra mente y corazón en la tarea de reflexionar en lo que podemos hacer, decir o evitar, poniendo por delante el razonamiento bañado en caridad para nuestro prójimo.  Vale el esfuerzo reflexionar, ¿verdad?

 

Por favor, síguenos y comparte: