Por J. Jesús García y García

Agustín de Iturbide fue condenado al olvido por consigna oficial. Ello proviene de una guerra particular —con una no muy velada intervención extranjera— que hubo entre Iturbide y el Congreso, la cual fue causa principal de la desventura del primero.

Por una pésima decisión, el emperador Agustín I disolvió el Congreso Nacional. La venganza que tomó el poder agraviado empezó con poner a Iturbide fuera de la ley y disponer su fusilamiento, lo cual fue cabalmente cumplido. Fusilarlo fue una felonía, pero quisieron más. Faltaba el desquite final, que tuvo lugar en octubre de 1921, unos días después de haberse conmemorado modestamente el primer centenario de la consumación de la
independencia nacional.

En ese entonces la XXIX legislatura federal mandó borrar del salón de sesiones de la Cámara el nombre —que figuraba junto con el de otros próceres de la patria— de Agustín de Iturbide.

La iniciativa, signada por 90 legisladores, presentada por los diputados Antonio Díaz Soto y Gama, y Octavio Paz (padre de nuestro premio Nobel de literatura), proponía estos dos puntos resolutivos:

«1º. Bórrese del recinto de la Cámara el nombre del primer contrarrevolucionario Agustín de Iturbide, ejecutado en Padilla en cumplimiento de un decreto del Congreso General.

«2º. Substitúyase el nombre del usurpador Iturbide por el del ilustre revolucionario doctor Belisario Domínguez, el cual se grabará con letras de oro en el salón de sesiones de esta Cámara».

La correspondiente comisión elaboró un dictamen enteramente favorable a la iniciativa, y la discusión duró más días de los que era de suponerse.

Cada vez solía abrirla el secretario con estas palabras: «Continúa a discusión el asunto del traidor Agustín de Iturbide» (indebidamente prejuzgaba, pero lo hacía con la mayoritaria complacencia de los legisladores, que claramente obedecían una consigna partidaria).

Llovieron denuestos contra Iturbide. Hasta se le llegó a reprochar que hubiera traicionado a España. Así pues, nadie debió intentar la independencia y todos los militares novohispanos que lucharon por ella (Allende, Aldama, etcétera) tendrían que ser considerados (¡por nosotros!) traidores.

Finalmente, por 126 votos contra 11, fue retirado de la Cámara el nombre de Iturbide, y su memoria, arrojada al olvido.

Al disiparse el humo de aquella batalla parlamentaria, algunas cosas se hicieron evidentes, cuando menos éstas:

La facción política que detentaba el poder vivía una euforia de agrarismo-socialismo-sindicalismo-bolchevismo, inspirada por algún líder que someramente había leído a Marx y por el impresionante triunfo de la revolución rusa en 1917. El anticlericalismo asomó la oreja a cada momento.

El reo no tuvo el beneficio de una defensa formal. A pesar de tanta palabrería gastada en el caso, los alegatos pro iturbidistas fueron incompletos, medrosos, prácticamente nulos. Algunos de los «defensores» más parecieron impugnadores.

Los señores diputados se empeñaron en sostener que Agustín de Iturbide no fue el consumador de la Independencia, sino que lo fue Guerrero, tesis por completo insostenible.

En las opiniones emitidas prevaleció la idea de que los actos de un hombre durante su vida se deben «balancear», y, de este modo, lo que específicamente pese más —el bien o el mal, uno solo de ellos, pura luz o pura sombra— debe imperar como calificativo definitorio de la figura examinada.

Sustituir el nombre de Iturbide con el del doctor Belisario Domínguez era improcedente. Los méritos (o deméritos) de cada uno de ellos eran de naturaleza y época diferente.

TEMA DE LA SEMANA: ITURBIDE, EL GRAN OLVIDADO DE LA HISTORIA

 

Publicado en la edición impresa de El Observador del 15 de julio de 2018 No.1201

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