Por Felipe de J. Monroy @monroyfelipe
Agustín de Iturbide puede ser sinónimo del hombre incomprendido. En su tiempo lo llamaron igualmente héroe y traidor; y, aunque el tiempo ofreció el desapasionamiento sobre su figura, su memoria popular se enfrió casi al punto del olvido, incluso, de la dolorosa apatía. Pero su historia no deja a nadie indiferente, sus actos y sus decisiones siguen recibiendo el juicio de la historia con la misma crudeza: héroe o traidor.
Iturbide es el mexicano proto-conservador, el soldado que combatió la insurgencia pero que terminó liderando la independencia, el conspirador que se alió a los combatientes liberales sólo para alcanzar una monarquía independiente, el misericordioso líder que buscaba la paz y la seguridad antes que el sueño y los ideales, el hombre que rechazó el poder pero se convirtió en el primer emperador de la nación mexicana.
Dice Mauricio Tenorio Trillo, doctor en historia: «Hay que ver a Iturbide inmerso en la historia del declive del imperio español, de la España de las guerras religiosas, de la crisis del liberalismo, dentro del espesor americano». El erudito habla de «espesor» de manera elegante, pero en realidad era todo un embrollo. Al punto que, bajo la lectura de los liberales, Iturbide no fue sino un aristócrata ambicioso que traicionó la insurgencia para dejar el poder en la monarquía de la que posteriormente abusó de manera absoluta una vez en el poder. Pero, para los conservadores, su nombre es sinónimo de liderazgo moral y militar, de brillantez intelectual y de sensibilidad política, él consolidó —en los colores del nuevo lábaro patrio— los principios de la nueva patria mexicana: su nombre, su insignia, su ejército y su configuración.
«No soy ni europeo ni americano. Soy cristiano, soy hombre, soy partidario de la razón», le confesó Iturbide al último virrey de la Nueva España, Juan de O’Donoju.
Incluso al describirse a sí mismo, Iturbide ofrece pocas pistas para poder aclarar sus filias políticas; pero, quizá sin querer, da las justas para hacerle un entero retrato diplomático.
Iturbide consumó la Independencia de México, sí. Pero no hay acto heroico sin sacrificio. En su caso, dar la espalda a los viejos insurgentes, a los que siguieron la chispa encendida por Hidalgo y con los que habría de disentir hasta el día de su muerte. Ningún insurgente de corte liberal o republicano fue llamado a la Junta Provisional Gubernativa, sólo independentistas monárquicos, criollos que anhelaban la paz y el orden mientras le daban hogar a la Casa Borbón en tierra americana. Y luego, el colmo, el clamor popular por hacerlo emperador obnubiló a Iturbide y olvidó la diplomacia para combatir a los republicanos, al congreso, a los héroes del pasado.
Iturbide es la figura del emperador intransigente, del augusto regente monárquico cuya sangre daría a la patria los reyes de su destino. Todo lo que rechazó su humildad cristiana lo tomó su vanidad patriota. Para su coronación, dice Tenorio Trillo, «se desempolvaron los libros de protocolo real, se inventaron al vapor ritos y etiquetas, pastiche de republicanismo, monarquía y catolicismo barroco».
Sus amigos, los que le llevaron al poder, aquellos que lideraron el ejército que dio a la patria independencia, lo consideraron traidor: Santa Anna a la cabeza. Prohibieron a sus detractores herirlo pero invitaron a Iturbide a abdicar, quien, arrinconado declaró: «La Corona la admití con suma repugnancia… No hice abdicación de ella porque no había representación nacional… Hay ya el reconocimiento».
Decidió abandonar el país en paz y juró no intervenir, por ello se le asignó una pensión y protección en su viaje a la Toscana, a Suiza y a Londres hasta donde lo siguió un sacerdote espía del gobierno mexicano. Mientras en la tierra mexicana se devolvieron los nombres de los viejos insurgentes al canon de los héroes patrios, se reinstalaron el Congreso y un gobierno que tuvieron que lidiar con los más diversos levantamientos a favor del exemperador por lo que declararon traidor a Iturbide y a todo aquel que cooperara con él o con su regreso del exilio.
Iturbide regresó en secreto y bajo mentiras a México el 14 de julio de 1824; lo descubrieron al día siguiente. En su defensa, Iturbide dijo que regresaba a su país por una supuesta invasión a México que preparaban Austria, Rusia y Prusia. El gobernador de Tamaulipas cumplió con la ley del congreso y lo fusiló ignominiosamente el 19 de julio.
En 1838, el presidente Anastasio Bustamente ordenó la inhumación de los restos de Iturbide en un traslado solemne a la Catedral Metropolitana de México. Y allí continúan porque en el siglo XIX y XX, a Iturbide se le consideró traidor de la Insurgencia e Independencia de México.
Pero Iturbide fue también el principal pacificador de una prolongada guerra intestina que aguardaba noticias de la península mientras derramaba sangre en prácticamente todos los territorios de un agonizante virreinato. El soldado criollo fue hábil negociador, un esforzado del diálogo y del levantamiento del país —no en armas— sino en ideas y orden.
Y, sin embargo, están los restos del primer emperador mexicano aparentemente despreciados por la historia patria: en la Catedral de México y no en el Monumento a la Independencia, la columna erigida en honor a quienes soñaron y lucharon por la nueva patria mexicana. Allí, parecen los ilustres insurgentes recibir el crédito de lo que él consumó.
Iturbide, el hombre justificable pero nunca del todo comprendido: Soldado que se hizo emperador, conciliador que debió exiliarse y patriota que fue fusilado por la patria que construyó. Es un personaje de los que no se pueden categorizar con sencillez.
Dice la máxima que «podemos sentarnos bajo una sombra porque alguien plantó un árbol años atrás», y es claro que, si bien la patria fue fecundada por los insurgentes, Agustín de Iturbide puso la semilla de un siempre convulso Estado mexicano. Y a la sombra de dicho ahuehuete aún crece nuestra historia.
TEMA DE LA SEMANA: ITURBIDE, EL GRAN OLVIDADO DE LA HISTORIA
Publicado en la edición impresa de El Observador del 15 de julio de 2018 No.1201