Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
El pesebre de Belén es una escuela para la humanidad. Es ternura y drama a la vez. Allí conocemos al Dios verdadero y a su hijo Jesucristo, adorado por reyes y pastores o perseguido por los Herodes de siempre. Contemplamos a la hermosa María, al casto José y escuchamos melodías celestiales.
Pero, ¿qué hacen aquí el burro y el buey? Ningún Evangelio los nombra porque estaban en su casa, ocupada ahora por aquel que no encontró posada entre los humanos. Son anfitriones de honor. La tradición cristiana siempre los recuerda, y ahora ningún Belén sería el de Jesús sin tan singulares moradores. Los corderos llegaron con los pastores, pero el burro y el buey fueron llamados por el mismo Jesús.
¿Cómo fueron invitados el burro y el buey? Oigamos la invitación: “Estando allí le llegó a María la hora del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2,6). El momento culminante de la historia se describe con una sobriedad que estremece. María no se queja; actúa con realismo: envuelve en pañales y acuesta en un pesebre. José vigila en silencio y los animales proporcionan calor. Por la mención del “pesebre” sabemos que el burro y buey estuvieron presentes, ofreciendo hospedaje al Salvador.
La Biblia está llena de animales. En el paraíso terrenal abundan aves, peces y mamíferos a quienes el hombre debe someter, sin violencia, a su servicio. Nunca alcanzarán a ser su compañía proporcionada, por carecer de la “imagen y semejanza” del Creador; pero son nuestros pedagogos en la historia de la salvación. El hombre se alimentará de plantas y semillas, pues debe cuidar de la armonía de toda la creación; sólo después del diluvio, cuando, incorregible, contaminó la creación con su pecado, se inaugurarán los mataderos. Dios advirtió a Caín que una fiera lo acechaba, pero él le abrió su corazón. Entonces el hombre se convirtió en imitador y, al mismo tiempo, en depredador de los animales. Presagio de esta violencia animal fue el taparrabos de pieles que Dios le vistió al expulsarlo del paraíso (Cf. Gn. 3,21).
La simpatía, rayana en complicidad, de los niños por los animales es proverbial. Conservan una brizna de inocencia original. En ella se inspiraron los profetas para anunciar la venida del Mesías. Sería como una vuelta al paraíso, con la concordia animal. El lobo y el cordero irán juntos, el león comerá paja con el buey, un niño será su pastor, anuncia Isaías (Cf. 11,8). Y concluye: “Nadie hará daño en mi Monte Santo”. Esto se cumplirá cuando Israel se convierta a su Dios y obedezca a su Señor. Debe aprender, por lo menos, del instinto animal: “Conoce el buey a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; pero Israel no me reconoce, mi pueblo no recapacita” (Is 1,2). No entiende lo elemental, quién le da de comer.
Recostado en el pesebre donde comen y reposan el burro y el buey, un Niño nos hace un llamado imperioso a despojarnos de nuestra animalidad, a dominar el instinto agresivo y a recobrar la armonía con toda la creación. Porque, si el hombre imita la crueldad de los animales, es porque perdió la imagen de Dios, y se ha convertido en un Caín errante que lleva el tatuaje de homicida con que Dios lo marcó, porque no quiso ser guardián de su hermano. Sólo el “Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”, puede borrar la marca de violencia que llevamos en el corazón.