Por José Francisco González González, obispo de Campeche

Nuestra fe y la tradición ancestral han tenido una especial revererencia hacia los difuntos. Los que ya murieron dejaron entre nosotros un legado y una marca y por eso, se les recuerda y se ruega por su eterno descanso. Al saber de alguien que ha muerto decimos, como oración o como frase común: Descanse en paz.

En noviembre, la Iglesia, nuestra madre, nos exhorta a rezar con más fervor por los difuntos. La forma más excelente, no inventada por los humanos, sino por Dios, es la Eucaristía. En ella, se ofrece Jesús al Padre, como víctima de reconciliación. Jesús paga la deuda de nuestros delitos y pecados. Lo hace con su misma preciosísima sangre.

Dios nos reconcilia con la gracia obtenida por la filial obediencia de Jesús, hasta la muerte, por nosotros.  Por la Sangre del Cordero quedamos purificados. ¡Qué gran regalo divino para nosotros sus hijos amados! Por eso, no dejemos de orar por los difuntos, para que la experiencia de purgatorio sea más breve por la intercesión y por los sacrificios y oraciones nuestros a favor de ellos. Esa es una de las obras de misericordia espirituales que la Iglesia nos recomienda.

PURGAR LOS PECADOS

Es de experiencia común aceptar que no somos perfectos en nuestro actuar. Nos equivocamos con frecuencia. Por eso, sabemos que al terminar nuetra vida, no tenemos los “méritos” suficientes para ir al Cielo. Pero tampoco, somos demasiado “malaentraña” para ir al infierno. ¿Qué pasa, entonces, con los pecados cometidos por nuestra, misma fragilidad humana?

Se requiere, pues, para ir al Cielo un espacio de purificación de los pecados y faltas cometidos. Es una ‘conditio sine qua non’ para gozar de las bienaventuranzas del paraíso.  A esa experiencia de purificación llamamos “purgatorio”.

De manera oficial, en la Iglesia oramos siempre por los difuntos. Lo hacemos, de manera ya estructural, en el Oficio Divino, en las preces de la oración matutina (Laudes), que los sacerdotes y las religiosas rezamos todos los días. Lo hacemos, también, en cada Eucaristía celebrada. En todas las Plegarias Eucarísticas que nos presenta el Misal Romano, poco antes de rezar el Padre Nuestro, siempre se ora por el descanso eterno de los difuntos. Es muy común entre nuestras familias, aplicar Misas de sufragio (Misas de intenciones) por los familiares y conocidos difuntos.

ORAR POR EL ALMA

Cuando haya muerto algún amigo o familiar, no dejemos de orar por su alma. A veces nos reducimos a recordar a los difuntos, a traer del recuerdo alguna experiencia bella. Se le colocan flores a la tumba o al columbario. Se le lleva música o se le prepara la comida preferida del difunto, para convivir en torno a su figura.

La piedad católica cristiana hacia los muertos tiene la oración por distintivo. Es muy importante orar por su alma. Hay que rogar por ellos. Cuando alguien muere, casi nadie se pregunta en dónde estará en ese momento esa alma. ¿Ante el tribunal de Dios?, ¿Cuántos rezan por esa alma para atenuar las espantosas penas del purgatorio? Casi todos rinden el último tributo al cuerpo, y pocos recuerdan el alma.

En vez de una grande fiesta con abundancia de comida y bebida, el alma de un familiar en el purgatorio nos pediría más oración. Si ya está en el Cielo, la oración es para el bien nuestro.

La muerte, al quitarnos a nuestros padres, nuestros hermanos, a nuestros hijos, a nuestros seres queridos aquí en la tierra, multiplica nuestros protectores (intercesores) en el cielo. Recordemos a San Francisco de Asís que decía: «Dios es, y basta».

¡Los fieles difuntos, descansen en paz!

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