Por Jaime Septién

Hace días estuve en el puerto donde nací. Una mañana salí a trotar por lugares de mi infancia. Dicen los que ahí viven que la inseguridad está controlada. En efecto: en las calles vuelve a haber familias. Hay casas y comercios reconstruyéndose. Los que se fueron están regresando.

Eso llevaba en mente cuando al bajar a la orilla de la laguna –era día feriado—escuché un corrido a todo volumen proveniente de una casa modesta. Resultó ser un narco-corrido en el que narraban las peripecias de un capo que enseñó al pueblo a no temerle a la muerte ni al ejército, con tal de llevar riquezas a los suyos. Y que, tras ser abatido, había heredado la forma de «vivir» a sus múltiples descendientes. En los montones de arena y grava frente a la casa jugaban dos pequeños que estaban recibiendo una lección de vida: robar, matar, envenenar, todo vale si te da dinero y fama entre tu gente.

Y que el fin superior es tener lana para emborracharte y «gozar» de las mujeres, las parrandas y las balaceras. Pensé, entonces, que era un hecho aislado, pero al trotar otros 200 metros un altavoz reproducía otro corrido -aún más ofensivo- mientras varios jóvenes echaban una «cascarita». Quedó flotando en mí interior esta pregunta que todavía me golpea: ¿cómo no va a haber violencia en México?

 

Publicado en la edición impresa de El Observador del 9 de febrero de 2020 No.1283

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