Por José Francisco González, obispo de Campeche
Abraham es considerado “nuestro Padre en la Fe”. Razones hay muchas. Basta sólo leer algunos pasajes bíblicos y algunas reflexiones bíblicas para constatar tal unidad estrecha entre la fe y la obediencia hasta las últimas incomprensibles consecuencias.
En el texto de la Primera Lectura de este II Domingo de Cuaresma (Gen 12,1-4) aparece un imperativo, dirigido por Dios a Abraham: “Sal de tu tierra”. A un hombre de edad, el Señor le pide que deje su seguridad, sus posesiones, su familia extensa (el clan), el país.
En otras palabras, la petición divina es quitarle toda seguridad para que aprenda a confiar, verdaderamente, en Dios. La llamada implica un desgarre, un empobrecimiento, un desarraigo. Ponerse en el camino de Dios es dejar el camino propio, que es más conocido, querido, dominado y domesticado. Dios no dice mucha información de punto final de la “salida”. Abraham, pues, es un ejemplo para el creyente y para la Iglesia, de estar “en salida”, en misión.
Cuando salimos de casa, por paseo o en peregrinación, queremos conservar nuestras ‘seguridades’. Es por eso, que queremos saber: ¿qué clima hace a dónde vamos?, ¿qué hay que llevar?,¿qué ropa, qué zapatos?, y si es en el extranjero, ¿qué lengua hablan? ¿qué moneda usan? ¿cuántos pesos tengo que pagar por la moneda del lugar?, ¿en qué hotel o casa voy a pernoctar? ¿en qué medios de transporte me moveré? etc. Abraham se despoja de sus seguridades y no pregunta nada para ‘asegurarse’ de la nueva misión.
Es un verdadero “Padre en la fe”. El Dios revelado a Abraham es el Dios del futuro, quien invita a mirar adelante con esperanza. Es el Señor que reta a soltar las amarras y dejar las seguridades, para confiar únicamente en las promesas. La promesa no va precedida de un mandato, sino que la promesa es fruto de la obediencia.
DE LA OBEDIENCIA, LA BENDICIÓN
A partir de la total disposición de Abraham, Dios le promete la bendición. Esa será no sólo para su familia y para él, sino que tendrá un rango de implicación más amplio. El horizonte se hace universal. Su obediencia tendrá una repercusión muy amplia. No sólo beneficiará a los descendientes de sus hijos (los judíos), sino que abarcará a los no circuncisos, a los paganos, a todos nosotros. Si la desobediencia de Adán nos afectó a todos, porque estamos inclinados al pecado y a perder la herencia eterna, en Abraham podemos aspirar a ser bendecidos por su obediencia.
La obediencia de Abraham no tiene ninguna lógica humana. Deja todo para irse a una vida nómada, sin rumbo, sobre todo, él que era un propietario rico. Abraham simboliza, por eso, a los que confían sólo en Dios y hacen camino teniendo a Dios como su único punto de referencia. Dios, pues, en contra parte, le ofrece su amistad (Rm 4,9.11).
De esa obediencia pone los primeros pasos para la constitución del Pueblo de Dios, donde se depositarán las promesas y se darán la Ley y se establecerá la Alianza. De ese pueblo nacerá Jesús, el Salvador del mundo, en quien serán bendecidos todos los pueblos de la tierra.
FE Y OBRAS
En ocasiones, queremos creer pero sin hacer. La fe sin obras es vana, fútil. Así lo confirma el Apóstol Santiago en la Biblia (2,20-22): “¿No querrás enterarte, presuntuoso de ti, que la fe sin obras es estéril? Y Abraham, nuestro padre, ¿no alcanzó el favor de Dios mediante las obras, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? Ves, pues, cómo la fe daba fuerza a sus obras, y cómo las obras hicieron perfecta su fe”. Digamos pues:
¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!