Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Las prácticas que la Iglesia recomienda a sus hijos para convertirse a Dios durante la Cuaresma, se inspiran en lo que vivió Jesús en el desierto durante cuarenta días: la oración, el ayuno y las buenas obras. Así derrotó a Satanás.

Estas tres obras forman un solo programa de conversión y purificación interior: lo que pide la oración, lo alcanza el ayuno y lo confirman las obras de misericordia. El ayuno es el alma de la oración, las obras de misericordia prueban la verdad del ayuno y dan eficacia a la oración. El Evangelio nos dice que Jesús las practicó meditando la palabra de Dios y dejándose conducir por el Espíritu santo. Así superó las trampas ideadas por Satanás: la demagogia, ofreciendo gratis el pan para conquistar el poder; el desprecio de la vida, tirándose del alero del templo; y la manipulación de la religión, exigiendo ser adorado como dios.

El Papa Francisco nos invita en esta Cuaresma a vivir la «conversión ecológica», reconciliándonos con la creación, «obra de las manos de Dios» y signo de su presencia amorosa con nosotros.

La expresión quizá nos extrañe, pero quiere llenar un inmenso vacío que llevamos en el corazón y curar la herida que hemos inferido a la obra de Dios. Significa «derribar a los poderosos de sus tronos» -de creerse dueños y señores del universo-, y dar al Creador el honor y la gloria que
le corresponden.

La Cuaresma es un subir a Jerusalén con Cristo para participar en su muerte y resurrección, acontecimiento que actualiza la Iglesia en su liturgia. Cristo muere y resucita en el hoy de la historia, como lo fue ayer y lo será para siempre. Jesucristo muere y resucita cada vez que actualizamos su memoria en la Eucaristía, y padece en los hermanos que sufren y en la creación que «padece dolores de parto» para liberarse de la esclavitud del demonio a causa del pecado y de la muerte, como enseña san Pablo. Si muere y resucita, tiene poder de transformar y salvar.

Cristo en la cruz reconcilió a todos los hombres entre sí, lo mismo que al cielo con la tierra, para que el universo entero volviera a su Creador y Señor. Es así como el hombre ha sido salvado y el universo redimido, ambos reorientados a su destino final.

Así, todo lo que daña al hermano daña a Dios y todo lo que lastima a la creación lastima a su Hacedor. Tanto la bestezuela del bosque como la florecilla del campo fueron creadas por amor y su desaparición o maltrato lastima a Dios, porque le roba su gloria, y al hombre, porque lo empobrece y desfigura.

El grito de la creación lastimada «es semejante al grito del Pueblo de Dios en Egipto: es un grito de esclavitud y abandono, que clama por su libertad». La creación de Dios es para contemplarla con el corazón: es un misterio que nos supera e invita a la adoración. Utilizarla con amor nos hará siempre más humanos, pero hacerlo sólo por interés ventajoso nos convierte en depredadores furiosos. A esos, «hay que ponerles los nombres que les corresponden: injusticia y crimen», dice el documento papal.

«Los cielos proclaman la gloria de Dios, y el firmamento pregona la obra de sus manos», canta el salmista extasiado. (Ps 18,2), ¿Por qué el hombre será la nota discordante? El maltrato a la creación no tarda en reflejarse en la relación con los hermanos, porque todo está interconectado. El mismo Dios creador es nuestro Salvador: del trato dado a la creación dependerá nuestra salvación.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 1 de marzo de 2020 No.1285

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