Por Jaime Septién

San Cipriano de Cartago (200-258 D.C.), aquel que escribió dos frases que han recorrido la historia de Occidente (“Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia como Madre”, y “Fuera de la Iglesia no hay salvación”), reflexionó sobre la mortalidad en medio de una pandemia: la plaga que llegó a Egipto en 249 y que azotó Cartago en 250-251.

Esta plaga casi destruye al imperio romano y obligó al cristianismo recién nacido a plantearse el asunto de la fe y el miedo a la muerte; a la muerte propia, se entiende (la del vecino casi siempre nos deja fríos). Como ahora, entonces le preguntaban a Cipriano (recién converso al catolicismo y apenas nombrado obispo de Cartago) “¿Dónde está tu Dios que permite la muerte de sus seguidores lo mismo que la de los paganos?”

La respuesta de hace 18 siglos, dada por san Cipriano (quien murió mártir) fue sencilla: desde luego hay cristianos débiles, a los que la fe no les ha penetrado el corazón, y tiemblan ante la muerte. Pero la plaga (la peste, el coronavirus) es “un tiempo de enseñanza”; una especie de ejercicio espiritual.

Los cristianos somos de carne, como los demás hombres. Y participamos en las desventajas de la carne. Pero, he aquí el punto central de su disertación: el cristianismo no nos extrae de la humanidad, sino que nos da una “diferencia de espíritu”. La diferencia es simple: la pandemia actual –como la plaga de Cartago– es una prueba: no es una muerte. La prueba de celebrar la vida en medio de la muerte y del miedo. La prueba de “darle a la mente la gloria de la fortaleza”. Mejor motivo para cruzar el encierro, no hay.

Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 31 de mayo de 2020. No. 1299

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