Por Tomás de Híjar Ornelas

“Las palabras que no van seguidas de hechos no valen nada”. Esopo

No sé a ustedes, pero a mí, las veces que me ha tocado, en actos cívicos, “guardar un minuto de silencio” por algún difunto, rezo un responso o lo que alcanzo de él.

Y es que lo del “minuto de silencio” se lo sacaron de la manga los amigos del estado laico cuando tuvieron necesidad de borrar todo vestigio de fe y sentido de trascendencia, hasta en cuestiones tan definitivas como el hacer oración por el eterno descanso de un fallecido.

Empero, a guardar un minuto de silencio invito a quienes lean esta columna al calor (y aquí sí que vale mucho la palabra) del incendio que terminó de arruinar, en la Ciudad de México, el 30 de agosto del año en curso 2020, el de por sí ya arruinado templo parroquial de la Santa Veracruz, una perla del ultrabarroco novohispano que al calor de los embates de la modernidad quedó engullido por gente en situación de calle o algo menos.

Por eso, también me valgo de una expresión callejera, acuñada cuando la mercadería viajaba por los caminos a lomo de acémilas, aplicada a los arrieros que trasladaba su carga sin esmero, con notorio descuido, al aventón, de mala gana y sin modos.

Y es que el desastre al que acabo de aludir va más allá de la destrucción de un inmueble de altísimo valor patrimonial, y hasta implica entre nosotros el principio del fin de una era en la que el Estado Mexicano y la Iglesia Católica, impedidos a articular de forma consensuada su responsabilidad común en torno al patrimonio edificado, a tenor de la fobia anticlerical que convirtió en 1917 todos los templos del país en propiedad federal, sigue supurando por la costra, ante la apatía de los dos custodios naturales de ese acervo: la Iglesia católica y el Gobierno Federal (INAH).

Aunque en 1992 –como quien lanza una dádiva–, el gobierno de México otorgó reconocimiento jurídico a las asociaciones religiosas, reconociéndoles el derecho natural de existir y tener patrimonio propio para sus fines intrínsecos, es fecha que sigue sin regularse, ni siquiera a través del más elemental de los manuales operativos, cómo han de unirse las dos entidades que tienen bajo su ámbito lo mejor y más granado del patrimonio edificado y sus acervos (menaje, archivos, patrimonio intangible), las diócesis (también las Órdenes religiosas) y los gobiernos federal, estatal y municipal.

Que la clausura del templo de la Santa Veracruz en el 2017 y el apuntalamiento provisional (con vigas de madera, háganme el favor) haya dejado el recinto a disposición de un vagabundo drogadicto que siguiendo el mal ejemplo del pastor Eróstrato –que buscó inmortalizarse quemando una de las maravillas del arte de todos los tiempos, el templo de Artemisa de Éfeso– hizo lo propio para reducir a cenizas el maravilloso acervo acústico (el maravilloso órgano tubular), retablístico (incomparable), pictórico (¡Cristóbal de Villapando!) e iconográfico, no dejan bien paradas a las autoridades eclesiásticas y civiles que dejaron abandonado a su suerte ese legado, pero tampoco a los católicos que se precien de serlo si cruzados de brazos han de seguir esperando que “desde arriba” se arreglen las cosas.

Mientras los fieles laicos no se conviertan en custodios naturales de ‘su’ patrimonio, que lo es también de la humanidad, acciones como la que acaba de pasar, barbáricas y brutales, serán, entre nosotros, una modalidad de lo que en la Europa secularizada ya es algo común: que los templos patrimoniales sin fieles ni culto se destinen a los usos más banales y chocarreros.

¡Iglesia e INAH, pónganse de acuerdo! Hagan protocolos de seguridad, inventarios prolijos de los acervos, manuales operativos para la conservación y el resguardo del patrimonio que (supuestamente) les corresponde tutelar. Y si no pueden con el tercio, pues apelen a la ciudadanía, especialmente a los fieles laicos… Creo…

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de septiembre de 2020. No. 1314

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