Por P. Alejandro Cortés González-Báez

Dentro de la enorme cantidad de actividades que podemos realizar a lo largo de nuestra vida está la de viajar. No cabe duda de que hacerlo ahora puede ser infinitamente más confortable que hace apenas cien años, cuando nuestros abuelos debían someterse a verdaderas torturas, recorriendo kilómetros y kilómetros a lomo de mula o en una robusta diligencia, tragando el polvo del camino y sufriendo las inclemencias del clima.

Viajes en aviones, autobuses, barcos, trenes… Trayectos cortos y largos en distancias y tiempo. Oportunidades para conocer personas desconocidas y, por lo mismo, dejen de serlo. Cada individuo una historia… Hay quienes prefieren descansar en esos traslados para reponer fuerzas, para meditar, para poder absorber, quizás, los golpes recién recibidos. Pero otros no pierden ni un minuto para dar a conocer su yo y sus circunstancias; comienzan diciendo dónde viven y han vivido; de dónde vienen y a dónde van… y a dónde piensan ir el mes entrante. A qué se dedican, ellos y sus parientes. Hablan de sus hijos, de sus padres, de sus abuelos. Hablan del perro que ¿cuida? la casa y de las características de su raza (la del perro, por supuesto) y las vacunas que le han puesto. Nos cuentan el tiempo que perdieron en una escala o del retraso de un tren -como si ello fuera algo excepcional- y de los sustos que se llevaron al pasar su avión por unas bolsas de aire. Cuentan tragedias, alegrías y sinsabores. Enumeran sus enfermedades con lujo de detalles, con síntomas, medicamentos, análisis, doctores, enfermeras, hospitales, terapias, convalecencias, número de puntadas y tiempo de cicatrización y, para rematar, las obligadas dietas, y todo ello sin permitir que su acompañante tenga oportunidad de leer o dormitar durante el viaje.

Mucha gente es incapaz de vivir sin ruido, y lo primero que hacen al subir a sus autos, como al llegar a sus casas, es encender el radio o la televisión… y a veces los dos. Probablemente parte del miedo al silencio sea cómplice del temor a escuchar la propia conciencia. Saber callar puede ser tan importante como saber hablar.

El punto 281 de Camino abre todo un horizonte a nuestras vidas, pues nos habla de la posibilidad de tener vida interior, cuando afirma: “El silencio es como el portero de la vida interior”, es decir, nos habla de una veta que el hombre moderno no ha descubierto aún, o mejor dicho, que hemos perdido como cuando el techo de una mina se viene abajo y sepulta las riquezas que otros ya habían descubierto y estaban explotando.

La cultura postmoderna ha llevado a gran parte de la humanidad a perder de vista el sentido trascendental de nuestras vidas, reduciéndolas a un simple “pasar disfrutando” en búsqueda de una felicidad que tiene mucho que ver con ese ruido que no nos permite escuchar, ni escucharnos. La tecnología hace ruido, distrae y aturde, por lo que nos conviene guardar un poco de silencio para poder concentrarnos y seleccionar los metales y piedras preciosas de la ganga. Qué importante es poder distinguir lo verdaderamente valioso de lo que no lo es, y estar entonces en condiciones para dedicar nuestros esfuerzos a aquellas realidades por las que vale la pena vivir.

www.padrealejandro.org

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 22 de enero de 2023 No. 1437

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