Por Tomás de Híjar Ornelas
“Mi argumento contra Dios era que el universo parecía tan cruel e injusto” C. S. Lewis
El viernes 22 de enero del año en curso, a menos de 70 kilómetros de la frontera entre México y los Estados Unidos, en Santa Anita, delegación de Camargo, Tamaulipas, fueron muertos a tiros 19 migrantes, guatemaltecos casi todos, y sus cadáveres chamuscados con solventes en los dos vehículos a cargo de los coyotes que los trasladaban.
Formaban parte de un grupo de 30 centroamericanos indocumentados que, huyendo de la pobreza, se pusieron en las garras y fauces de los traficantes de indocumentados.
De inmediato, el Consejo Latinoamericano para los Migrantes, Refugiados y Víctimas de Trata, que componen la Red CLAMOR y encabeza el arzobispo de Yucatán, don Gustavo Rodríguez Vega, dirigió una petición formal a los Presidentes de México (Andrés Manuel López Obrador) y de Guatemala (Alejandro Giammattei), y a sus Ministros de Relaciones Exteriores (Marcelo Ebrard y Pedro Brolo, respectivamente), donde luego de manifestar su “dolor e indignación ante la noticia de la masacre”, solicitan se esclarezca lo acaecido y que no quede impune.
Enfatizan luego cómo ese corredor de la muerte, en lo que se ha convertido el paso de Tamaulipas y Nuevo León hacia la frontera norte de México a partir del 2011 (las masacres de San Fernando y de Cadereyta), lo tutela, irónicamente, una política migratoria que deja a los migrantes y refugiados a expensas de las bandas de traficantes de personas que controlan la zona.
Esa es la llaga que supura: que la condición de indocumentados priva a los migrantes de cualquier tipo de protección y apoyo, incluso humanitario, situación que persistirá mientras, dicen los obispos, “no se modifiquen la política migratoria y la gestión como se ha manejado, se dé un trato de mayor protección para los migrantes y no se les exponga a la violencia existente en varios puntos de las rutas migratorias”.
Concluyen pidiendo con mucha energía “justicia transicional” para este caso y el de los “miles de migrantes a los que les han sido violados sus derechos humanos”, recordando que el sentido y razón de ser del gobierno civil consiste en “garantizar el bien común y la justicia social”.
Por su parte, el responsable de la Dimensión Episcopal de Movilidad Humana de la CEM, don José́ Guadalupe Torres Campos, obispo de Ciudad Juárez, dirigió a las autoridades estatales, casi a la par, un comunicado donde también enfatiza cómo este vacío jurídico lo ensañan las “políticas migratorias represivas y de persecución a las personas migrantes que solo buscan mejores condiciones de vida para sí y sus familias; seres humanos que son víctimas de sistemas de gobierno incapaces de crear condiciones favorables donde puedan vivir dignamente sin verse obligados a emigrar”, y que mientras persista, eso dará pie a la engorda de los grupos criminales que han descubierto en los migrantes un filón rico para medrar y aún cometer atrocidades como la apenas narrada.
Si los católicos hacemos lo que nos toca (en especial los fieles laicos que se organicen como tales para ello), establecer “políticas migratorias justas, seguras y ordenadas que permitan a las personas transitar sin exponerse a los peligros que les representa el paso por México” no será más un vacío, y desterrar posturas que ahora echan encima de los migrantes “la fuerza policial y militar” para enfocar “sus acciones en la persecución de los criminales” y limpiar la imagen que ahora nos dan las fuerzas armadas de México, a las que compete “hacer frente a los victimarios y no a las víctimas”, dejará de ser un sueño.
El obispo Torres no deja en el tintero otra cuestión sustancial a cargo del Estado: ofrecer una “reparación integral del daño a los familiares de las víctimas” y garantizarles el “derecho que les asiste a conocer la verdad”.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de febrero de 2021 No. 1336