Por Tomás de Híjar Ornelas
“Todo cristiano sin heroísmo es un cerdo” León Bloy
Lo que hoy es México nació como Imperio Mexicano el 14 de junio de 1821, hace 200 años, al tiempo que la Diputación Provincial de Guadalajara, que es como decir hoy los estados de Jalisco, Zacatecas, Aguascalientes, parte de Sinaloa y mucho de San Luis Potosí, juró adherirse al Plan de Independencia de la América Septentrional, propuesto en Iguala, el 24 de febrero anterior, por el Coronel Agustín de Iturbide, en ese momento el militar de más alto rango en el Virreinato de la Nueva España.
En ese marco y contexto, un territorio nada corto de estos dominios, dejó de reconocer la soberanía del trono español a cambio de asumir, de forma corporativa, la de una forma de gobierno más ajustada a la realidad sociológica de su historia.
Los ayunos en esta disciplina hablan del “Imperio Español” sin darse cuenta que dicen una barrabasada, porque España fue siempre un reino y no un Imperio, es decir, un trono sin fisuras, sin monarcas adheridos a su soberanía, de modo que el vínculo entre el soberano y los vasallos fluyó sin contratiempos y convalidado socialmente en los términos más cabales. Fue el reino más grande de todos los tiempos, y Felipe II su representante supremo.
Pero en su última fase terminó fragmentado por dos factores gravísimos: la absoluta incapacidad de sus últimos gestores para acometer la tarea a ellos delegada, Carlos IV y su hijo Fernando VII, y el proyecto megalómano que encarnó un caudillo cuyo mérito principal terminó siendo reventar la hegemonía europea a cambio de ofrecerle al Imperio Británico la ocasión de enseñorearse del mundo, Napoleón Bonaparte.
En efecto, en 1808 el emperador de los franceses ató a sus proyectos de dominio la suerte de España y sus fronteras de ultramar, dando pie a lo que el caudillo Miguel Hidalgo acometió a mediados de septiembre de 1810, deseoso, según su proclama, de distanciarse del rey impuesto, José Bonaparte, y ratificar el legítimo dinástico, Fernando VII. Empero, lo que comenzó Hidalgo, paradójicamente para su investidura clerical, terminó siendo un baño de sangre y de odio que se le escapó de control o él mismo ya no quiso contener…
La herencia del hasta hoy reconocido Padre de la Patria no es enjuta ni su nombre digno de proscripción; menos aún el de los que tomaron de él la causa, con su correligionario y discípulo en las aulas José María Morelos, cuyos Sentimientos de la Nación, al igual que el Bando de abolición de la esclavitud que promulgó antes su antiguo profesor, fundamentan al Estado mexicano…
Pero fue a Agustín de Iturbide a quien cupo la suerte de sintetizar en tres postulados: Religión, Independencia y Unión, bajo el emblema corporativo blanco, verde y rojo, lo que a la postre produjo la independencia en su fase germinal.
Si México tuvo un Padre de la Patria fue Agustín de Iturbide.
Su asesinato en Padilla (hoy municipio de Tamaulipas) el 19 de julio de 1824 fue una felonía mayúscula y un capítulo no resuelto de nuestra historia patria; los epítetos denigrantes a su memoria, una versión canalla que sigue viva, como el epíteto que sirve de cabeza a esta columna; la imposición del odio de Antonio Díaz Soto y Gama –y la ignorancia supina o el miedo de sus pares– el odio necesario para arrancar su nombre del Muro de Honor del Congreso de la Unión una herida que sigue supurando entre nosotros, y un silencio ominoso en tal contexto, que el flamante primer Secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, que lo tachó con dureza en su Breve historia de México.
Que sus restos descansen hoy en la capilla de San Felipe de Jesús de la Catedral de México, y el pie de su túmulo los de Vasconcelos, no deja de ser, a la postre, una reivindicación, aunque de momento nadie la advierta…
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de junio de 2021 No. 1354