Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Me refiero a la liturgia. Una de las razones por las que el Concilio Vaticano II ordenó la traducción de los textos litúrgicos fue para facilitar su comprensión y mejorar la participación de los fieles. Los Padres conciliares pidieron una participación “activa y consciente” en el culto divino. Con esta esperanza se inició la traducción de los textos litúrgicos. Tenemos ya todos los libros –un esfuerzo enorme- editados en nuestro idioma.
No nos corresponde evaluar el éxito de las obras de Dios, porque el tiempo es sólo medida nuestra. La suya es la eternidad. Pero entonces, ¿por qué añoramos el latín? No todos. Algunos sí, al menos por el esfuerzo que nos costó aprenderlo y que nos permitió descubrir su belleza, estructura, concisión y, sobre todo, los tesoros de sabiduría que esconden las páginas de esos pensadores, religiosos y profanos. El abandono de su enseñanza ha sido un empobrecimiento cultural, pero sus añosas raíces garantizan su supervivencia.
El idioma cambia pero la palabra permanece. Y nosotros en ella y por ella. Máxime la Palabra divina, por la que se hicieron los mundos y trasciende toda cultura. Dura para siempre. ¿Qué fue, pues, lo que falló? Nosotros, por supuesto. Nos faltó penetrar en el espíritu del lenguaje, en el alma de la palabra para descubrir su fuerza renovadora. Le quitamos su espíritu, que es quien le da vida. Por eso aquí no le asiste la razón a quienes añoran el latín litúrgico, porque no es asunto del idioma, sino de la comprensión del lenguaje. Que no es lo mismo. Traducir no es buscar sinónimos, como si las palabras fueran repuestos de automóvil. La letra -la técnica- mata, el espíritu da vida.
Un idioma es, ante todo, una cultura, una vida, un universo, una historia, un misterio. Cada palabra arrastra una experiencia de siglos, que sigue resonando en nuestro interior y en nuestro entorno, sin que caigamos en la cuenta. Tanto el idioma hebreo como la lengua latina traen consigo una carga de significados que hacen resonar las fibras ocultas de la conciencia, sin que lleguen a hacerse conscientes. Esto suena a contradicción, pero se trata, más bien, de misterio. Porque en el lenguaje humano y en su expresión verbal anida el germen del misterio de la Palabra hecha hombre. Así el hombre pudo dialogar con Dios. En la Biblia y en la liturgia, la palabra es Alguien, que se identifica con el que habla. Culpa nuestra no redimida, es haberla vaciado de contenido y secuestrado el espíritu.
En breve, esto quiere decir que el que no comprende los signos bíblicos, las imágenes y las expresiones literarias: parábolas, profecías, milagros, gestos y acciones simbólicas y, sobre todo, la manera de entender y contar la historia, las páginas bíblicas le sonarán a cuentos infantiles o relatos de matarifes. Si no entendemos el contenido bíblico del saludo litúrgico: El Señor o la Paz del Señor esté con ustedes, festejaremos los deslavados buenos días del celebrante como signo de modernidad, sin caer en la cuenta que, como diría san Pablo, esa ya no es la cena del Señor. En efecto, sustituir al Señor resucitado o a su Paz, que conquistó para nosotros al precio de su sangre, por un simple buen deseo del celebrante, es vaciar de contenido el sentido de la celebración. ¡Convoca el ministro, no Jesucristo! Puesto que la liturgia funciona con signos y con personas de carne y hueso, la confusión o sustitución de los signos genera desconcierto y banalización del misterio. Se desvanecen los sacramentos y la gracia de Dios.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de septiembre de 2021 No. 1365