Por Arturo Zárate Ruiz

Por supuesto, debemos “cancelar” al Diablo y sus obras, no nos vaya a llevar entre sus patas. Pero, al hacerlo, no tiremos al niño junto con el agua sucia de la bañera. Aunque el Enemigo siembre cizaña en el campo de trigo, no debemos arrancar aquélla de prisa, dice el Señor, por el peligro de eliminar también el buen alimento. Por tanto, nos pide que esperemos a distinguirlos ya crecidos bien, para entonces destruirla.

Digo esto porque está de moda la cultura de la cancelación. Entonces, se boicotea a figuras famosas por alguna acción o comentario suyos inaceptables, aunque fuesen inusitados o de hace décadas o siglos. Por ejemplo, se cancelaron en España los conciertos de Plácido Domingo porque alguna vez acosó sexualmente a una muchacha; o se retiraron las memorias de David Hume (el filósofo británico más influyente) y de Tomás Jefferson (el autor de la Declaración de Independencia de Estados Unidos) porque eran racistas o dueños de esclavos; o se tumbaron y vandalizaron las estatuas de san Junípero Serra por ir él con los conquistadores españoles y (¡oh, “terrible pecado”!) evangelizar California. Por esta última “razón”, quitaron en México la estatua de Colón del Paseo de la Reforma. Y se desprecia a una mujer destacada en nuestra historia, la Malinche, tildándola de traidora, cuando no lo fue; no hablemos de considerar al fundador de nuestra nación, Hernán Cortés, algo peor que el mismo Satanás.

Con indignación similar podríamos incluso desechar a nuestros antepasados indígenas y, de paso, la tortilla, por éstos comer con ella, de hecho, al prójimo, a falta de carnitas.

De practicar la cancelación, los católicos cometeríamos la tontería de no escuchar a Mozart pues alguna vez fue masón; no disfrutaríamos Greensleeves por haberla compuesto el hereje Enrique VIII; no estudiaríamos trigonometría porque la inventó Pascal, quien aborrecía a los jesuitas; ni aprenderíamos álgebra por inventarla los musulmanes. Ignoraríamos del todo a Marx quien, por muy erróneas que sean sus doctrinas, es un personaje clave para entender la cultura contemporánea.

Y se nos pediría borrar de entre los santos a Tomás de Aquino, el más grande teólogo, por destruir un robot parlante de su maestro san Alberto Magno porque temía que acusaran a éste de hechicero. Nos olvidaríamos de los dos porque vivieron en la “Edad de las Tinieblas”, por lo cual “sin ninguna duda” debieron ser “oscurantísimos”. Y fuera san Francisco de Asís porque, “cobarde”, no condenó a los ricos de su tiempo, como el papa Inocencio III, y fuera santa Clara por mostrarles el Santísimo a los sarracenos (¡horror!, ella anunciaba a Cristo como Dios verdadero “sin respeto a la religión de otros”). Quitaríamos de la Biblia al Bautista y al mismo Cristo por sus palabras duras contra personas de creencias distintas: uno llamó “raza de víboras” y otro “sepulcros blanqueados” a los fariseos. Renegaríamos aun de Dios porque permitió la muerte de los primogénitos de Egipto y mandó caer fuego sobre los sodomitas.

El amable lector habrá ya notado que la cultura actual de la cancelación tiene fuertes sesgos ideológicos, es más, anticatólicos. Unos magistrados mexicanos ya “cancelaron” al cardenal Aguiar Retes por pedirle a los fieles defender “el derecho a la vida, el derecho a la familia estable, el derecho a la educación, el derecho a la libertad religiosa”, y al sacerdote Espinosa de los Monteros por recomendar a los fieles, “¡qué atroz!”, la luz de Dios para votar. Según la magistrada “cancelante”, “esto no se debe de permitir… la inspiración celestial no nos va a llevar a tener a las mejores personas en los cargos de elección popular”.

Si a mí no me han cancelado todavía, ocurre así porque no saben de mí, no soy afortunadamente importante.

Lo que no quiere decir que de manera muy justa Dios me cancele. He cometido y todavía cometo muchos pecados de palabra, pensamiento, obra y omisión. Pero no soy el único que merece esta cancelación. Todos hemos pecado, hasta los indignados que cancelan a troche y moche, salvo a ellos mismo. Pero si decimos, o dicen ellos, “no hemos pecado”, nos advierte san Juan Evangelista, acusamos a Dios de mentiroso.

Para bien, el plan de Dios no ha sido ni es el cancelarnos. Esta Navidad celebraremos que vino al mundo y se hizo Hombre, no para borrarnos del mapa, sino para rescatarnos de nuestra miseria. Celebraremos que ha venido a cancelar sólo nuestros pecados, es más, para enderezar nuestros pasos y conducirnos al Cielo.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de diciembre de 2021 No. 1380

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