Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
El Pregón de la Navidad o de la Natividad del Señor Jesús, señala el fin del tiempo de espera del Adviento. La Iglesia nos ofrece el Anuncio de la Navidad o la ‘Calenda Nativitatis Domini Nostri Jesu Christi’, según el Martirologio Romano y se devela la imagen de Jesús Niño.
Según su tenor, es una visión sintética de la Historia de la Salvación: ‘Pasados innumerables siglos desde la creación del mundo, cuando en el principio creó Dios el cielo y la tierra y formó al hombre a su imagen; después también de pasados muchos siglos, desde que el Altísimo pusiera su arco en las nubes tras el diluvio como signo de alianza y de paz; veintiún siglos después de la emigración de Abrahán, nuestro Padre en la Fe, de Ur de Caldea; trece siglos después de la salida del Pueblo de Israel de Egipto bajo la guía de Moisés; cerca de mil años después de que David fuera ungido como rey; en la semana sesenta y cinco según la profecía de Daniel; en la Olimpiada ciento noventa y cuatro, el año setecientos cincuenta y dos de la fundación de Roma; en el año cuarenta y dos del Imperio de César Octavio Augusto; estando todo el orbe en paz, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su piadosísima venida, concebido del Espíritu Santo, nueve meses después de su concepción, nace en Belén de Judea, hecho hombre, de María Virgen: Navidad de Nuestro Señor Jesucristo según la carne.
Cuando se dan las grandes peroratas de los autócratas que se sienten ungidos de los dioses seculares y las muestras prepotentes del poder de armas de destrucción masiva cada vez más mortíferas e imparables, Dios Padre nos ofrece un Salvador, el Príncipe de la Paz: Un Bebé, ‘envuelto en pañales y acostado en un pesebre’ (Lc 23, 11).
Es el mensaje de ángeles que recibe la gente sencilla, los humildes pastores de Belén, arropados en la noche de las noches, cuando brilla una luz, y el campo se llena de resplandor; aquí en la Ciudad de David, después de mil años del anuncio de la descendencia de su estirpe, un Bebé, que llevará en sus hombros el Imperio de las naciones. Así como lo anunció el profeta Isaías: ‘Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: sobre sus hombros descansa la soberanía. Sus títulos son: ’Consejero de obras maravillosas, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la Paz’ (Is 9, 5).
Dios en sí mismo, que sí es omnipotente, que sí es soberano y omnipresente, quien trasciende el espacio y el tiempo, se acerca así realmente como Bebé, en pañales, en un pesebre, entre pajas, con María, la Doncella de Nazaret y la Princesa humilde de los astros. Es el Bebé inerme, cuyo poder es su sonrisa, con su cuerpecito sonrosado y su mirada de cielo. Él es el gran desafío y el Evangelio, la buena Nueva que atraviesa los siglos y traspasa los corazones sencillos, para llenarlos con el gozo divino.
Dios ha cumplido su Palabra y se ha abreviado, como enseñan los Padres de la Iglesia. En esta Palabra encarnada, -hecha Bebé, Dios nos ha dicho todo; no tiene nada más qué decirnos, como nos enseña san Juan de la Cruz. Él es nuestro Libro viviente.
La Palabra, quien es en sí el Logos- Bebé, se acerca a nosotros, en un pesebre. Solo los que tienen el corazón de niño, pueden acercarse y comprender la grandeza de Dios, hecha ternura. Así Dios quien a través de los siglos y de las Santas Escrituras, ‘en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres, por boca de los profetas. Ahora, en estos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por medio del cual hizo el universo (Heb 1, 1-6).
Este Bebé, acaricia y besa a todos los niños de la tierra; en él tenemos que aprender a valorar a todos los pequeños, ciudadanos del cielo, porque son su prolongación en el tiempo y en el espacio.
Encontrar al niño en un pesebre como fue anunciado por el profeta Isaías y señalado por los Padres de la Iglesia y en cierta manera, recordado en los nacimientos o belenes desde san Francisco de Asís (1,3): ‘el buey conoce a su amo, y el asno, el pesebre de su dueño, pero Israel no me conoce, mi pueblo no comprende’.
En los nacimientos el buey recuerda a Israel y el burrito, a todas las naciones, es decir, en ese gesto se nos señala la ‘totalidad’ de judíos y gentiles, ‘katá ólon’, de donde viene el término católico (Ap 7, 1-9), según el Cardenal Jean -Marie Lustiger, convertido del judaísmo y arzobispo de París (1926-2007).
A través de este Bebé, Dios Padre quiere hacernos sus hijos, según su estilo y según su espíritu (1Jn 3,1): ‘Vean qué amor tan grande nos tiene el Padre al llamarnos hijos de Dios, y en verdad lo somos’.
Cuando el dolor nos visita, a veces increpamos a Dios y le pedimos una respuesta: ¿Por qué tanto sufrimiento, el sufrimiento de los inocentes? ¿Por qué tantas penas que ahogan de dolor tantas familias y hermanos nuestros? Parece que Dios guarda silencio; un silencio culpable porque al parecer no hace nada, como lo señalan algunos filósofos existencialistas entre ellos Camus en la ‘Peste’. Pero Dios por su Hijo, su Palabra, nos ha respondido: encarna en el Vientre purísimo de María y nace Bebé, frágil, débil, indefenso; él viene a compartir nuestro dolor y a darle el sentido a la existencia. Este Bebé es la Respuesta que rompe el silencio de Dios, acusado injustamente.
Finalmente, que nos quede la plena seguridad, la misma que tenía esta gran santa y doctora de la Iglesia santa Teresita de Jesús: ‘Yo no puedo temer a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí…¡Yo lo amo!
A Dios se le busca en lo pequeño. Ahora se le encuentra ‘Bebé’ en el pesebre, envuelto en pañales, junto a su Madre.
¡Vayamos a Belén, a encontrar a este Bebé, en esta Noche de Paz y Noche de Amor, noche silenciosa,-y siempre, en la cual el Bebé Jesús, habla elocuentemente al corazón, al nuestro.