Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
La Navidad es uno de esos acontecimientos que reviven recuerdos hermosos y generan nostalgias profundas. De un hecho sigiloso y marginal en el imperio más poderoso del mundo, ha pasado a ser una fiesta universal, aunque no siempre cristiana.
La fuerte corriente de desacralización ha tocado también los misterios santos de nuestra fe católica, asunto éste que si desconcierta, no extraña. Diríamos que Jesús ya está acostumbrado al agravio, a la marginación y al ninguneo. Nada de esto le asusta, fuera de la carencia de amor. Éste no le faltó ni en el corazón de María, ni en el cuidado de José, ni en los cantos de los ángeles, ni en la acogida de los pastores, ni en el calor de los animales, ni en el abrigo de la creación entre pajas, pañales y pesebre. Sólo “los suyos no lo recibieron”, pues no hubo para él posada en la ciudad.
La representación de este “misterio” de nuestra fe ha sido rememorado por el papa Francisco con un escrito “motu proprio”, es decir, salido de su corazón, para invitarnos a actualizar y purificar este hermoso y tierno acontecimiento, de manera que sus auténticos valores cristianos no se pierdan ni entremezclen con desfiguraciones del comercio, de la publicidad o de la increencia.
El Papa nos invita a experimentar “asombro y maravilla” en este “bello signo”, apreciado por el pueblo cristiano a causa de las virtudes que expresa y nos recuerda, como son la ternura de Dios, la pequeñez del Creador, el don de la Vida, la fascinación de Virgen madre, la vigilancia amorosa de un padre, la aparición de un Hermano nuestro que viene a buscarnos y de un Hijo que trae el perdón y la misericordia del Padre del cielo.
Ciertamente la cultura y la tecnología moderna no pueden dejar de influir tanto en el entorno como en la escenificación del “pesebre”, cuyos signos esenciales son la familia completa: José, María y el festejado, Jesús. Además, no deben faltar los ángeles en el cielo y los pastores con sus ovejas aquí en la tierra. Aunque no aparezcan en el evangelio, pero sí en la biblia, nadie perdonará la presencia del buey y del burro, reconociendo ambos el pesebre de su señor. El árbol, junto con otros elementos de la creación, aunque originarios de otras culturas, no desentonan del todo; la figura de “santa Claus” (no de san Nicolás) no parece encontrar consonancia ni con el coro de los ángeles con su sonrisa socarrona, ni por su figura abusivamente comercial.
Quisiera referir a los que prefieren hablar de las “fiestas de invierno” y más festejan a los Herodes y a los dinosaurios que al nacimiento del Hijo de Dios, esta pequeña anécdota: Solía celebrar, por gracia de Dios, todos los años la misa de Navidad el 25 a las 8 am en un pequeño poblado de migrantes. Desayunaba en casa de uno de ellos, que nuca faltaba a la cita, acompañado de su hijita de diez años. Nunca me perdona la venida a su pueblo en esta ocasión, me decía. Al preguntarle a la pequeña el porqué de su insistencia, me explicó: “Es que en los EU, si quiero un dulce, tengo que comprarlo en la tienda; aquí, si quiero algo, nada más salgo a la calle, y canto: “En nombre del cielo…; y todos me dan”. El papa Francisco comenta: “En realidad, el pesebre contiene varios misterios de la vida de Jesús y los hace sentir en nuestra vida cotidiana”. Hasta para saborear un dulce. ¿Llegaremos un día a comprender la profundidad y bendición que implica la fe católica en nuestra cultura? ¡Feliz y santa Navidad!
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de diciembre de 2021 No. 1380