Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

Sin que nada nos obligue a dar por bueno o por el mejor el término ‘Mesoamérica’, que acuñó Paul Kirchhoff en 1943,

discípulo de Hegel en su afán por demostrar bajo esa categoría el desarrolló una de una civilización comparable a las más grandes de la historia pero en el ámbito cultural que va de la mitad meridional de México a los territorios de Guatemala, El Salvador, Belice, Honduras, el occidente de Nicaragua y Costa Rica, tampoco podemos tirar por la borda lo que él mismo definió como complejo mesoamericano.

No está de más recordar que Kirchhoff, a decir de quienes lo trataron de cerca y han estudiado su pensamiento, “poseía un fuerte sentimiento de justicia social y era un ferviente defensor de la libertad del espíritu, sin importar el peligro o los prejuicios a los que se enfrentara por ese acto”. Con ello se nos está diciendo que lo suyo era más el mundo de la razón que el de las evidencias materiales –historiografía–, y no se lo podemos reprochar a quien se educó en el Gymnasium de Berlín-Zehlendorf (1907-1919), en la Universidad de Berlín (filosofía y letras con especialización en etnología americana de 1919 a 1926), en la Universidad de Friburgo (dos semestres de ciencias religiosas) y en la de Leipzig, donde cursó etnología nada menos que con Fritz Krause, gracias al cual obtuvo en 1927 una beca de la Fundación Rockefeller, para aprender inglés en Londres, cuando ya sabía francés, latín y hebreo. Entre 1927 y 1930, dirigido por Edward Sapir, estudió el navajo y dialectos atapascanos.

Con ese bagaje alcanzó en su patria la plaza de profesor asistente del Museo de Etnografía de Berlín (1928-1934), lapso durante el cual se doctoró en etnología con una tesis dedicada a las tribus selvícolas de América del Sur y fue ayudante voluntario en la sección americana del Museum für Völkerkunde de Berlín.

El ascenso del nacionalsocialismo le echó a México en 1937, a la edad de los dos últimos dígitos de esta cifra y ya no saldrá de aquí los restantes 35 años de su vida, convirtiéndose de inmediato en cofundador de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (1938), ligada entonces al Instituto Politécnico Nacional, del que fue profesor vitalicio de etnología; impartió un seminario sobre marxismo, ideología que profesaba (1938-1939) y aplicó a sus estudios etnológicos que, según dijimos y en su caso, tuvieron la lengua como hilo conductor de la cultura.

Según las cuentas de este académico y de sus simpatizantes, en el complejo mesoamericano caben las familias lingüísticas otomangueana, mayense, mixezoqueana, totonacana y utoazteca, de las cuales apenas se llegaron a recoger en gramáticas la mexica, la maya, la teotihuacana, la tenochtitlana, la zapoteca, la mixteca, la olmeca y la purépecha.

Que lo disperso de esos estudios y su mínima sistematización ha desalentado estudios más anclados en el parentesco, los vínculos y la pervivencia de los elementos propios del espíritu mesoamericano, pero que no obstante ello, sí es posible trazar rutas para abordarlo de forma integral.

En el año en el que se cumplirán 50 de la muerte de Kirchhoff, un balance ecuánime de su legado nos deja ante el esfuerzo legítimo que con las herramientas de su tiempo y formación hizo este alemán nacionalizado mexicano, con el entusiasmo de su época y ante los horrores de la guerra en su peor versión hasta ese momento conocida, pero también, de los altibajos que las ciencias sociales de entonces dieron en ese empeño que por cuenta del gobierno mexicano de entonces se capitalizó a favor de su causa y desde una forma por demás caprichosa y paradójica de ensalzar el indio ‘histórico’ con tal de considerar irredento y en vías de necesaria extinción al indio ‘vivo’.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de marzo de 2022 No. 1393

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