La maternidad puede ser una locura, pero sostenida por Dios se transforma en amor incondicional

Por Viviana Cano

Si quieren sanar heridas, ¡tengan hijos! Permitan que Dios se haga presente visiblemente en su vida.

Pero que no se malentienda. No hablo de tener hijos sin consciencia o por irresponsabilidad, sino de no temerle a la maternidad (como en mi caso) y mucho menos al plan de Dios en nuestra vida, a abandonarnos en Él, porque a través de ellos, Dios vivo se manifiesta.

La maternidad para mi es una locura de amor de Dios vivo. Dios se hace presente en ellos cuando me regalan su perdón («hasta 70 veces 7») y cuando estoy cansada y ellos quieren seguir jugando a pesar de mis malos modos.

Se hace presente en la fidelidad de mis pequeños, cuando se mantienen firmes en el amor incondicional a pesar de mi indiferencia o cuando me prefieren a mí y a su papá sobre cualquier otra cosa, aun cuando yo quiero mis cinco minutos de cosas de “adultos”.

La verdad es que me ha costado mucho trabajo ser mamá, la crianza y el decidir permanecer con mis hijos en casa; el cansancio físico y la demanda emocional, han sido un factor importante que se manifiesta muchas veces en enojos o irritabilidad.

Lucho a diario por un carácter amable, especialmente con los míos y como no lo había tenido en días recientes, en Misa un domingo no me sentí digna de recibir la Sagrada Comunión.

Me dolía no poder comulgar por lo que yo considero “mis faltas de amor”, esto a pesar de que mi corazón lo anhelaba y pensaba que Jesús Sacramentado “es lo único que me sostiene”.

Hice un acto de contrición durante la comunión y decidí acercarme a la Mesa del Señor. Y cuando regresé a mi lugar, me recibió mi pequeña hija con el abrazo más amoroso del mundo. También se acercó mi hijo a abrazarme y fue un momento muy especial. ¡Parecía como si pudieran ver mi alma y sus estragos!

Segundos después, mi hija (que había estado jugando con una toallita húmeda) se acercó y me dijo: “déjame curar tus heridas”.

En ese momento, me sentí vista y amada por Él, pero sobre todo muy agradecida. ¡El Señor abraza mi corazón, lo acaricia con la ternura de nuestros hijos, sabe de mis dificultades, de mis debilidades, de todos mis intentos y esfuerzos fallidos!

Como si eso no hubiera sido suficiente, cuando llegamos a casa, mi esposo y yo, ya por la noche, volvimos a leer las lecturas de ese día, pero nos pasamos unos versículos más y para nuestra sorpresa de nuevo el Señor nos sorprendió con su palabra:

«El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás», 1 Cor. 13, 4-8

El mensaje que el Señor me envió a través de esta experiencia es claro: “déjame sanar tus heridas con mi amor”.

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Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de marzo de 2022 No. 1394

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