Por Arturo Zárate Ruiz
Son raros los pueblos que tras la muerte nieguen un más allá para las almas. Es más fácil encontrar culturas que no tienen dioses que culturas que carezcan de ritos funerarios para despedirse de sus deudos, de quienes esperan ya que reencarnen ya que, con sus almas, se unan a la compañía de otros familiares difuntos.
Eso no quita que sí haya pueblos que hayan creído, casi como los cristianos, en la resurrección de la carne, como los egipcios. Sin embargo, su creencia implicaba una preservación de los cadáveres sin la cual no podría darse esa recuperación del cuerpo posteriormente.
Ahora bien, en la antigüedad, algunos hombres educados dudaron no sólo de la resurrección de los cuerpos, también de la inmortalidad de las almas. Aristóteles, por ejemplo, por desconocer una Buena Nueva que todavía no se había proclamado, afirmó que las almas mueren junto con el cuerpo pues, dijo, y dijo bien, el cuerpo no es mero envase de un alma sino una unidad sustancial con ella. Por tanto, sin más información que la evidencia frente a sus ojos, si el cuerpo perece y se vuelve polvo, también su alma. Así, la mayor aspiración de “inmortalidad” que les quedó a no pocos hombres educados, como lo fue el poeta latino Horacio tras pronunciar su “Non omnis moriar”, consistió en una fútil esperanza de que en la posteridad la humanidad recordase sus obras.
George W. Bush no es un personaje de mis simpatías, pero coincido con él en que lo importante no es el juicio de la historia (para qué lo quiero, si ya estaré muerto), sino el juicio de Dios. Y de no haber Dios, entendería hasta cierto punto al impío Calicles quien no creía ni en la inmortalidad ni en un Dios justiciero, por lo cual le importaba un cuerno lo que pensara de él la gente en la posteridad: lo importante era, en sintonía con Horacio, el carpe diem, el disfruta el día aunque para ello aplastes a tu vecino y robes a la viuda.
En cualquier caso, los cristianos hemos escuchado ya la Buena Nueva. Cristo resucitó. Por tanto, creemos en la resurrección: la de nuestras almas cuando cada uno muera, y la de nuestros cuerpos también al final de los tiempos. Pues, como dice san Pablo, “si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es inútil y sus pecados no han sido perdonados; en consecuencia, los que murieron con la fe en Cristo han perecido para siempre; si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima”.
No reencarnaremos, como algunos pueblos se conforman. Aun cuando lo hiciéramos —e inclusive pensarlo es un grave error— no seríamos ya nosotros mismos sino otra cosa u otra persona, no nosotros mismos. No habría, de ocurrir así, ningún más allá para ninguno.
Nuestra esperanza no se queda en la mera inmortalidad de nuestras almas. Sin cuerpos ya no seríamos humanos, sino espíritus, algo parecido a los ángeles. Pero Dios no nos hizo ángeles, sino seres humanos, y nuestra humanidad (incluidos nuestros cuerpos) es tan buena que hasta Dios mismo se encarnó para santificarla. Y resucitó tan en un cuerpo que Tomás metió su mano y sus dedos en sus heridas; tan en un cuerpo que ¡comió pescado a la parrilla con sus discípulos a la orilla del mar de Galilea!
En fin, nuestra esperanza no descansa en preservar nuestros cadáveres de la corrupción, como creyeron los egipcios, aun cuando, siempre que es posible, demos santa sepultura a nuestros deudos. Nuestra esperanza está en el poder de Dios. Los cristianos, aunque nos coma y haga picadillo, a mordiscos, un león —como les ocurrió a muchos durante la persecución de los emperadores romanos—, creemos no sólo que nuestros cuerpos resucitarán sino también que serán transformados en gloriosos por el poder salvífico de Jesucristo, sin padecer ya ningún sufrimiento, carencia, imperfección, pecado o enfermedad. Nos dice san Mateo que “los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre”.
Celebremos, pues, la Resurrección de nuestro Salvador y alabemos a nuestro Dios por su infinita bondad.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de abril de 2022 No. 1397