Domingo de Resurrección (Jn 20,1-10)

Por  Antonio Escobedo C.M.

Era muy de mañana durante el primer día de la semana cuando María Magdalena llega al sepulcro y encuentra la piedra removida pero sin el cuerpo de Jesús. Su primer reacción es correr para dar la noticia a Pedro y al otro discípulo, al que Jesús amaba. La escena tiene gran velocidad. Fijémonos en la reacción de estos dos ante las palabras de María: en cuanto escuchan la noticia corren al instante, no se entretienen preguntando detalles, prácticamente no hubo tiempo intermedio entre el anuncio y su salida. La situación es urgente, por eso la reacción inmediata. ¡Todos corren!

El discípulo amado llega primero al sepulcro; pero sorprendentemente no entra. El Evangelista detalla que el discípulo amado se queda viendo las envolturas de lino que estaban en el interior del sepulcro y con las que había sido envuelto el cuerpo de Jesús, asombrosamente están en su lugar, parecen intactas, pero el cuerpo no está.

Después llega Pedro que entra al sepulcro de inmediato. Vio lo mismo que había visto el otro discípulo, es decir, las envolturas en el lugar donde habían sido colocadas, pero también ve algo que, al parecer, no se podía percibir desde el exterior: el sudario con el que había sido cubierta la cabeza de Jesús está doblado y colocado en un lugar separado del resto de las vestiduras. ¿Qué sucedió? Habrá pensado que alguien entró para robar como frecuentemente hacían los ladrones, pero esta posibilidad y la posibilidad del secuestro del cuerpo quedan descartadas por el orden excesivo que prevalece: al final de una escena de robo lo que predomina es caos. ¡Ningún ladrón se detendría a colocar las vestiduras en el lugar donde estaban ni mucho menos perdería tiempo doblando el sudario!

Después, de que Pedro ha entrado en el sepulcro, el discípulo amado toma valor. Una vez dentro analiza lo que ve y cree. ¿Vio algo que Pedro no vio y que le permitió creer? Parece que no, más bien, el discípulo tiene una visión que le permite ver cosas divinas, pues lo fundamental no está en lo que se ve sino en la manera cómo se ve. A pesar de que han visto lo mismo las conclusiones a las que llegan son diferentes: la manera como ha visto el discípulo amado le permite dar un paso en la fe que le posibilita creer. El problema no eran los lienzos sino la manera cómo los han visto. ¿Qué nos falta para poder ver las cosas del Señor?

Después de estas escenas el Evangelista hace un comentario que ha dejado con la boca abierta a más de alguno. Afirma que no habían entendido la Escritura, que no habían comprendido que Jesús tenía que resucitar de entre los muertos (Jn 20,9). ¡Prácticamente está diciendo que los discípulos eran unos ignorantes!

Ciertamente, si los discípulos hubieran entendido las Escrituras estarían esperando en casa la resurrección y no hubiera sido necesario ir corriendo hasta el sepulcro para constatar que Jesús no estaba ahí, mucho menos estarían escondidos llenos de miedo. El reproche a los discípulos por su falta de capacidad para entender trae un mensaje positivo dirigido a la generación posterior de creyentes que, al leer el Evangelio, comprenderán que con la Escritura es posible creer en la resurrección. Esto es importante para nosotros que vivimos casi dos mil años después de que acontecieron estos hechos. Podemos creer en la resurrección a pesar de no haber estado presentes en el momento en que sucedió, las pruebas sensibles son secundarias cuando se han entendido las Escrituras. No necesitamos entrar al sepulcro ni ver los lienzos, no importa que la información que tengamos permanezca vaga e incompleta. Dios también habla a través de la Escritura. En ella está lo indispensable para que nuestra fe crezca y madure, de manera que todos nosotros podemos igualar la experiencia de fe de los primeros discípulos.

¿Nuestros ojos están preparados para ver a Jesús Resucitado?

Foto: Gaby Arevalo/Cathopic.com

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