Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
“La arquitectura debe hablar de su tiempo y lugar, pero anhelar la eternidad” Frank Gehry
A quien nació en Hispanoamérica y jamás ha salido de tal ámbito le debe resulta de lo más natural que el eje de toda urbanización sea un espacio público abierto –la plaza, el jardín principal, el zócalo– a la vera del cual se hallan las sedes del gobierno civil, del culto católico y del comercio.
Empero, si además de eso ha visto otras fronteras, cobrará conciencia de que tal circunstancia no pasa en el resto de los pueblos. En efecto, lo excepcional para nosotros es lo más común para casi todas las poblaciones del país –sólo en México el número de las cabeceras municipales es de casi dos mil quinientas–fundadas entre los siglos XVI y XVII bajo la modalidad –cuatro de cada cinco–, de ‘pueblo de indios’ o el de ‘república de españoles’ –los menos–, pero repitiendo este esquema: la zona fundacional la conforma la plaza mayor o de armas, el atrio – cementerio y su cruz atrial al centro, y su templo haciendo las veces del teocalli.
En efecto, en las centurias apenas aludidas el corazón del espacio sagrado era el que de modo abierto circundaba al centro ceremonial para cumplir el oficio de eje a una entidad política y de identidad para los súbditos y vasallos.
A ese respecto, el antropólogo Christian Duverger señala que “la pluralidad étnica de Mesoamérica no permite asociar una etnia y un territorio”, de modo que la ciudad es la que crea la identidad: “ser mexica significa habitar en México; ser zapoteco en Zapotlán.”
A decir del mismo autor, la nota distintiva del centro ceremonial mesoamericano es el haberse construido para ser visto, en especial las pirámides y sus sedimentos históricos a modo de capas superpuestas: “Toda construcción ceremonial era construida en varias fases constructivas, una sobre la otra, de suerte que lo que se observa en la actualidad suele ser la última etapa de la construcción”, toda vez que el centro ceremonial pasó a ser “la traducción arquitectónica de la identidad de cada ciudad proyectada en la veneración a sus dioses y amos”.
Y si esto pasaba en las comunidades pequeñas, con mayor razón ocurrió en las grandes, organizadas siempre en torno al centro religioso y cívico por antonomasia, donde se aglutinaban las pirámides y templos, las plataformas rituales y las plazas, las casas y residencias de las autoridades religiosas y civiles (identificadas, al modo del tlatoani mexica, en la misma persona) y las construcciones o los espacios abiertos relacionados con la administración, la docencia y el culto ritual, que tal era el caso de las canchas para el juego de pelota o el del espacio abierto para el intercambio comercial, el tianguis.
En las cuentas de Eric R. Wolf y Enrique Florescano “los centros ceremoniales son la base de las poblaciones de Mesoamérica” y harán las veces, reiteramos, de pivote del urbanismo de ayer y hoy a partir del espacio sagrado a modo de corazón del núcleo, pues tales centros “tienen como función orientar el espacio y transmitir esta orientación a todo lo que los rodea”.
Así, el hábitat del centro ceremonial pasó a ser el núcleo de la “entidad política” y convergencia e identificación de los ocupantes de una comarca por extensa y dilatada que fuera y la tipología de las urbanizaciones en el Nuevo Mundo, con tales precedentes, muy distintas a las hasta entonces conocidas, trazo que se mantendrá cuando se urja establecer congregaciones o pueblos de indios para agrupar a los dispersos concediéndoles dotaciones de tierras de comunidad a través de mercedes reales.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de noviembre de 2022 No. 1426