Por Rebeca Reynaud

El tiempo es valioso, el tiempo pasa de prisa. Cada día es una “pequeña vida” que tenemos para llenarla de contenido, de trabajo bien hecho, de buenas obras, de amor. Ahora es el tiempo oportuno de hacer el “tesoro que no envejece”.

El presente se llama presente porque es un “regalo”, y es lo que tenemos todos: el tiempo presente. 

El tiempo es demasiado precioso para pasar la vida tranquilamente; no son tiempos de buscar comodidades. Importa mucho ir en busca de la gracia y del reino de Dios.

Todos hemos de llenar una determinada medida. Cada ser humano ha de responder del tiempo que se le dio al nacer. Nadie podrá excusarse alegando que no sabía que hacer con él. San Pablo lo recuerda: “A su tiempo llegará la cosecha si no desfallecemos. No nos cansemos de obrar el bien” (Gal 6,10).

El número de los días del hombre están contados. Como una gota de agua en el mar, así son sus años a la luz de la eternidad. Y, además de breve, el final de nuestro tiempo en la tierra es incierto. No sabemos hasta cuándo se prolongará. “A nadie se le ha prometido nunca el día de mañana” (San Agustín, Sermón 87). Meditar sobre el tiempo es meditar sobre el desprendimiento de cargos, cosas y personas.

Santo Tomás de Aquino poseía una inteligencia admirada por muchos a través de los siglos; él escribía: “Ahora es el tiempo de misericordia, entonces será sólo tiempo de justicia; por eso, ahora es nuestro momento, entonces será sólo el momento de Dios” [1]. Vendrá el día en que desearemos un día o una hora para enmendar, y no se nos concederá.

Cada uno podría preguntarse: Tú, ¿qué lees, qué ves, qué amistades tienes? ¿Cómo te diviertes? Pues cada uno es responsable de cómo invierte su tiempo y de cómo alimenta su inteligencia. Existe ciertamente la tentación de irse a lo fácil y placentero, cuando el bien suele ser arduo. Por eso, no nos retraigamos porque una vida recta sea difícil y suponga esfuerzos, sino que hemos de elegir el método de vida que más con convenga, y esperar a que la costumbre lo haga llevadero y agradable

El placer y la felicidad se relacionan como la parte y el todo. El placer es una satisfacción restringida a un tiempo y a una actividad. La felicidad es una complacencia completa de todo lo que soy, y aunque se da en el tiempo, no se halla ligada al ejercicio de ninguna acción concreta. Por eso puedo sentir placer sin ser feliz [2], y también lo contrario, ser feliz sin placer (y en medio del dolor).

Es importante caer en la cuenta de que la felicidad no es una suma de placeres. “No hay nada que nos sea siempre agradable, porque nuestra naturaleza no es simple”, (Aristóteles, Etica a Nicómaco).

Vivir de cara a la eternidad nos ayuda a estar vigilantes. La eternidad sobrepasa a todo el tiempo presente incomparablemente más que mil años a un solo día [3]. Debemos ser avaros del tiempo para emplearlo bien, con intensidad en el amar, en el trabajar y en el sufrir.

Otra manipulación consiste en hacerle creer a la gente que lo real es lo que se ve y se toca, porque esa idea le quita realidad al amor y a la amistad.

McNamara, conocido ex-tesorero de Estados Unidos dijo: “Lo que no se puede contar, no cuenta”. No debemos de ser otros McNamaras. Hay cosas que no son contabilizables como la capacidad de amar y de dar. Saint-Exupery, con más sabiduría, escribe: “Lo esencial es invisible para los ojos”

En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culminación en la venida de Jesucristo y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos.

La liberación que se nos ha ganado es la liberación del pecado. “La primera libertad –dice San Agustín- es carecer de pecado” [4]. Miguel de Cervantes elogia la verdadera libertad en su obra El Quijote, quien explica: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre, por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. 

 [1] Santo Tomás, Sobre el Credo, 7,1, c., p. 86).

[2] Cfr. José Ramón Ayllón, En torno al hombre, Rialp. p.  239.

[3] Santo Tomás de Aquino, Sobre los mandamientos, 1, c., p. 240.

[4] San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 41,8.

Imagen de Markus Kammermann en Pixabay


 

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