Por Rebeca Reynaud
El candidato al infierno
El candidato al infierno tiene tres características: es un hombre de placer. Existen dos placeres: el placer de la apariencia y el placer del vientre, es decir, el culto a los apetitos sensuales. La perversión de la carne provoca la perversión del corazón. Al candidato al infierno no le importa la eternidad, sólo le importa esta vida. Tiene anulado la realidad trascendente de la vida; se cierra al amor de Dios.
Solo con una visión teológica de la historia se logra entender lo que sucede en el mundo. Todo, sea de índole política, económica, social, cultural, natural, moral o religiosa está bajo la Providencia de Dios y servirá Sus designios. Jesús es el Señor de la Historia.
Cada generación es testigo de la lucha entre el bien y el mal, cada siglo va desvelando el proceso que culminará con el fin del mundo. Del fin no sabemos ni el día ni la hora, pero Jesús nos exhorta a estar alerta, a orar para que, finalmente, todo sea para bien. Johann Wolfgang von Goethe dice: El diablo es “una parte de esa fuerza que desea siempre el mal y termina siempre haciendo el bien”.
El Concilio Vaticano II nos recuerda: “No olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad” [1], porque “mucho se exigirá al que mucho ha recibido” (Lucas 12, 48).
En infierno es la autoexclusión de la felicidad, es la autonomía del hombre en rebelión, y por lo tanto, la soledad. Es optar por la exclusión de Dios, es un estado en que no cabe el amor. Vamos a tener el destino que cada uno quiera. Si no acepto que tengo culpa, estoy en riesgo porque eso me impedir el arrepentimiento. Podemos tomar muy malas decisiones.
Escribió el Papa Benedicto XVI: Si nos preguntamos qué es estar condenado, es “no poder hallar gusto en nada, no querer nada ni a nadie, ni tampoco ser querido. Estar expulsado de la capacidad de amar, y por tanto del ámbito de poder amar, es el vacío absoluto, en el que la persona vive en contradicción consigo misma y cuya existencia constituye realmente un fracaso” (Dios y el mundo, 176).
“El infierno se representa normalmente con el fuego, con las llamas. El rechinar de dientes, sin embargo, surge realmente cuando se tiene frío. Aquí, la persona caída, con sus llantos y lamentos y gritos de protesta, evoca la imagen de estar expuesta al frío por negarse al amor. En un mundo completamente alejado de Dios, y por tanto del amor, se siente frío, hasta el punto de rechinar los dientes” (Ibidem, p. 188).
Los placeres del mundo, al principio embriagan los sentidos, pero éstos se van embotando poco a poco y ya no sacian los deseos. En cambio, los bienes del Cielo sacian siempre, y aunque sacian plenamente, siempre parecen nuevos, siempre deleitan, siempre se desean, siempre se obtienen. Así el deseo no engendra fastidio porque siempre queda satisfecho. El alma permanece siempre saciada y deseosa de aquellos goces. Así como los condenados son vasos de ira, los bienaventurados son vasos llenos de misericordia y alegría porque no tienen más que desear.
El segundo mensaje de la Virgen en Garabandal dice: “Los sacerdotes van muchos por el camino de la perdición, y con ellos llevan a muchas almas. A la Eucaristía cada vez se le da menos importancia. Debéis evitar la ira de Dios sobre vosotros (…)”.
“Hay quienes pierden la fe y ven el infierno sólo cuando entran en él (…) El infierno tiene su origen en la bondad de Dios. Los condenados dirán: ¡Oh!, si al menos Dios no nos hubiera amado tanto, sufriríamos menos. ¡El infierno sería soportable! ¡Pero, habernos amado tanto! ¡Qué sufrimiento!”, dice el famosísimo Cura de Ars.
El único fracaso que podemos tener es no llegar al Cielo. Hay que hablar de él para trabajar seriamente por su conquista. Es un bien tan grande como no podemos ni soñar. Nuestro corazón anhela el amor y la belleza infinitas y éstas sólo se alcanzan en el Cielo.
[1] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 14.
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