Por Javier Sicilia

El Evangelio y el poder se excluyen mutuamente. Su confrontación con las potestades de su tiempo llevó a Jesús de Nazareth a ser ejecutado en una cruz. La idea de mezclarlos nació en el siglo IV, cuando Constantino I, tratando de salvar al imperio romano le dio a la Iglesia un lugar en él con el Edicto de Milán. Desde entonces, hasta la Ilustración, que separó a la Iglesia del Estado, la tentación de volver a conciliarlos ha recorrido la vida política de Occidente de muchas maneras.

En México, siguiendo el modelo de las democracias cristianas, resurgió con el PAN y recientemente, bajo esa cosa amorfa que llaman populismo, en López Obrador. Su discurso –un mazacote de lecturas sociológicas del Evangelio y de manuales socialistas para párvulos–, lo ha convertido en un hombre que, como un dios providente, conjunta el poder con la perversión de la caridad: la dádiva y la clientela. Su poder, como en los tiempos más oscuros, se ha vuelto inmenso. Hace pensar en el peor Savonarola o en los inquisidores de la Colonia.

El Evangelio, sin embargo, es marginal. Florece y se preserva en los límites, y carece de dogmas. Su cimiento es el amor que es renuncia al poder, acogimiento y resistencia a cualquier forma de imposición y de orden que constriñe la justicia y la libertad, aún en nombre del Evangelio. A veces irrumpe en el centro de la vida social para rescatar lo humano.

El ejemplo más antiguo se remonta al Edicto de Milán. No bien Constantino dio poder a la Iglesia, un grupo de personas salieron de las ciudades para aposentarse en los desiertos de Siria y Egipto. Debieron pensar, dice Thomas Merton, que no era posible la existencia de algo como un Estado cristiano. Eran en cierta forma anarquistas, como Jesús, hombres que no pensaban en dejarse guiar ni gobernar pasivamente por un Estado decadente.

Al emigrar no se colocaban por encima de la sociedad, como si fueran superiores a otros. Por el contrario, buscaron las márgenes porque aquel mundo, igual que el de hoy, estaba dividido en hombres que sometían a otros que, a su vez, cedían y se dejaban imponer. Buscaban un retorno al Paraíso. No un lugar de delicias como el que prometen los que han hecho del Evangelio un poder.

Era, por el contrario, un cambió de estado ontológico en Cristo: el encuentro de su sí mismo en él. El Paraíso era, por lo tanto, el vacío de sí, del que el desierto es su imagen. Su vida dedicada a la soledad, al trabajo con las manos y la oración, les permitía despojarse de su yo para que el amor habitara en ellos.

En paz y en posesión de nada, su ser estaba asido a todo. Sus enseñanzas, recogidas en los Verba Senorium, son respuestas simples a preguntas que la gente se hacía en relación con el sentido que se había vuelto impreciso. En lugar de hablar de principios abstractos, de lanzar condenas y querer imponer la justicia, contaban historias de un profundo sentido común.

Frente al ruido de las ciudades, fruto de diversas controversias religiosas y políticas, el desierto sólo ofrecía lo más sustancial del Evangelio. Su vida en el amor significaba, más que un sentimiento, una identificación interior y espiritual con los otros que les impedía considerarlos como objetos susceptibles de manipulación.

Ante el desastre político, los desiertos se poblaron en torno a esos hombres y mujeres. En el siglo V, cuando el imperio terminó de desmoronarse, los Padres del Desierto, convertidos en monjes, entraron en el mundo y salvaron la civilización. En estos tiempos de santones, de oscuridad, habría que construir pequeños desiertos donde preservar el sentido contra las malversaciones del poder.

*Artículo publicado en la revista web Conspiratio el 18/IX/24. Se reproduce con el permiso expreso del autor para El Observador.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de septiembre de 2024 No. 1525

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