Por P. Joaquín Antonio Peñalosa

José Moreno Villa llegó a tierras mexicanas con los españoles transterrados y “con ojos de pintor y manos de poeta -escribe Emmanuel Carballo-, se asomó a nuestras cosas y a nuestra gente, anotando finas y firmes observaciones sobre la lengua, carácter, paisaje, arte, comidas y bebidas, flores y frutas de México”.

Así advirtió en su ensayo “El español en la boca mexicana”, que nuestra mentalidad y sensibilidad laten en ciertas expresiones que el pueblo repite una y otra vez. Entre otras palabras y frases que son sustancias secretas y claves seguras para entrever cómo somos, Moreno Villa señaló nuestro “pues” que se cae de los labios todo el día, “qué bueno”, “cómo”, subrayando el tono dulce y bondadoso como decimos cuanto hablamos. Ahí “está toda el alma de México”, concluye Moreno Villa.

Por su parte, Alfonso Reyes insistió en la importancia de estas expresiones cotidianas que de continuo salpican y tiñen nuestro lenguaje, según consagró, en su libro Calendario, una sagaz exploración, como todas las suyas, sobre nuestra usualísima frase “ahora que me acuerdo” o, más literal, “hora que me acuerdo”, que no solo es palabra sino además estado de ánimo y que no tiene equivalente en el español de España.

Son tantas estas frases de uso corriente en las que va empeñada la lengua y el alma del mexicano, que nos limitamos a las que empleamos para saludar. El mexicano, entre otras cien definiciones aproximativas, es un ser que saluda. Le encanta. Somos tan esencialmente saludadores, que para designar a una persona que nos ha retirado su amistad, decimos que “ya no nos saluda”. El saludo es algo más que gesto convencional, es expresión del sentimiento, signo de afectividad, rito y ceremonia, casi necesidad vital. Saludo, luego vivo.

–Te hablo (por teléfono) nada más para saludarte. A ver cuándo vamos a saludar a los compadres. No lo saludo, perdóneme, traigo las manos con harina. Venimos a saludarles. No más te saludo y me voy para no quitarte el tiempo. Un saludito. Saludos por tu casa. “Qué linda está la mañana en que vengo a saludarte”.

Saludos antañones que todavía se escuchan entre campesinos, son estas dos pequeñas joyas: “qué milagro que te dejas ver”, o el poético “por dónde salió el sol”, para significar la alegría del encuentro después de una larga ausencia. Saludo matinal entre las señoras del vecindario: ¿cómo amaneciste” (y empiezan las doloridas historias clínicas, los diagnósticos y las inefables recetas). Saludos de gris cortesía estandarizada: buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Saludos de la calle: “qué tal”, “¿cómo estás?”, “¿cómo te va?”, “¿cómo te ha ido?” (si uno contestara de veras estas preguntas, jamás acabaría), “¿qué tal estás?”, “¿qué hay de nuevo?” y el abreviado “¿qué hay?”, el indiscreto “¿qué andas haciendo?”, el alegre “qué gusto de verte”, el coloquial “quiúbole”, amalgama de tres palabras qué-hubo-le; un le mexicanísimo y vacío que ponemos al final de palabra y que no significa nada, sin oficio ni beneficio gramatical (córrele, ándale, újule, órale, súbele, híjole, y así hasta el infinito).

El saludo medio cosmopolita de “hola”, palabra de origen árabe que significa “por Dios”; o el juvenil, confianzudo y resobado “qué onda”. Las palabras son palabras hechas carne, indicadoras del alma nacional. “Y hay que acercarse al idioma español transoceánico ‑concluye Moreno Villa-, como se acerca uno a un ser caliente y animado, no a un producto gramatical”.

*Artículo publicado en El Sol de México, 4 de abril de 1990; El Sol de San Luis, 14 de abril de 1990.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de octubre de 2024 No. 1527

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