Por Juan Gaitán |

La fiesta de Navidad está marcada por una doble dimensión. Por un lado, está la ternura del Niñito Jesús en los bonitos nacimientos, el árbol navideño con esferas y luces, el arrullo con los villancicos, las reuniones familiares llenas de abrazos, la cena, los regalos, las fotos en las que todos sonríen. Por otro lado está el tremendísimo misterio de la Encarnación, Dios que se hace hombre en Jesucristo. Ese Niñito tierno que siendo Dios de Dios y Luz de Luz, nació en la pobreza de un humilde pueblito, que al crecer confrontó el odio de quienes pretendían mantener el orden social establecido, con sus injusticias, con sus conciencias adormecidas.

Ese misterio trasciende todo intento de comprensión desde criterios humanos, impacta con fuerza nuestra capacidad de asombro, nos lleva a aceptar felizmente desde la fe el mensaje amoroso de Dios. Y todo eso está representado en las sencillas figuritas que conforman el nacimiento de nuestros hogares.

El festejo de la Navidad en familia debe estar también impregnado de esa doble dimensión: La ternura y el amor de la convivencia familiar en la que Dios se hace presente, y la transformación del corazón que muere a la tristeza y renace a una esperanza sin límites. Cada Navidad es una oportunidad nueva en la que Cristo quiere encontrarse con nosotros desde su rostro más delicado, más vulnerable.

El Niñito Jesús conmueve nuestros corazones, despierta ternura en los niños más pequeños, pero no debe quedar ahí. Con el nacimiento de Jesús la historia tomó su sentido, se respondió la pregunta acerca del sentido de la existencia. ¡Del mismo modo, Cristo es el sentido de nuestras vidas! Así como la historia no pudo ser la misma antes y después del nacimiento de Jesús, así nuestra vida no puede ser la misma antes y después de la Navidad, sino que debe ser más alegre, más llena de esperanza y caridad con el prójimo.

Hoy podemos preguntarnos, ¿este 25 de diciembre será simplemente una Navidad más? La fiesta de hoy es una oportunidad grande para volver a considerar nuestro ser cristiano. El centro del nacimiento es la figura de un bebé, un bebé que nos recuerda que el amor no tiene límites, y que eso mismo exige de nuestra parte.

El 25 de diciembre no puede ser una Navidad más para el creyente, sino un impulso renovado, un nacimiento nuevo. Que la calidez del festejo de hoy nos abra el corazón para asumir ese anuncio de esperanza y compromiso: ¡El Hijo de Dios ha puesto su morada entre nosotros!

Por favor, síguenos y comparte: