Soy futbolero desde pequeño. Así que lo que diga sobre este horrible negocio en que lo han metido la FIFA y las televisoras, está avalado por diez mundiales vistos, y miles de partidos en la tele y en el campo.
Lo de Brasil me llena de tristeza. Millones de dólares en estadios y millones de pobres sin tierra, es el balance tétrico de este escaparate que ya vivimos, dos veces, en México, junto con las Olimpiadas (todavía seguimos pagando “tenencia”, un impuesto que puso Díaz Ordaz para hacerle frente a los juegos de 1968…). Una goliza contra los pobres.
Se dirá que viajan millones de turistas al país sede. ¿Los han visto? La mayor parte va a desmelenarse, sin restricciones, bajo el pretexto patriotero de su selección. El alcohol corre sin trabas. Y el turismo sexual, incluida la explotación de menores, la pederastia. Perdonen, pero eso no es “invertir” en un país: es invertir en los excesos. Con ése dinero nadie sale –antes se hunde—de la miseria.
El futbol es un deporte maravilloso. Juego en equipo, defensa de los colores, dedicación, empeño, solidaridad. Llama a muchas enseñanzas. Y los que lo jugamos, supimos de la gloria de la hermandad en la remontada de un marcador adverso, en el pase al compañero mejor situado, en la defensa de la portería ante el acoso del adversario. Hoy se ha vuelto deporte de galácticos, estrellas de farándula, señorones de portada de revistas rosas.
Nada hay ya de aquella época de oro de los tachones, el balón de cuero y el esfuerzo colectivo. Portugal es Ronaldo, Argentina es Messi, Brasil es Neymar. Y la industria es la industria. Vende todo, como si fueran reliquias de santos. Bueno, son los nuevos “santos”: iconos a seguir.
Por Jaime Septién