Por P. Fernando Pascual

La mente y el corazón descubren ante sí muchas posibilidades. Algunas más fáciles, otras más difíciles.

Al tomar decisiones, empezamos a trabajar para que una meta se haga realidad. Si no hay grandes obstáculos, y si la voluntad está bien entrenada, será posible llegar a una conquista concreta.

En algunos casos, no tomamos decisiones por miedo, o por inseguridad, o por falta de datos, o porque resulta más fácil postergar la elección para un indeterminado «después».

Otras veces, las decisiones inician un esfuerzo que no llega a término, porque nos hemos distraído con otras cosas, o porque el cansancio se hizo sentir fuertemente, o porque optamos por un cambio de ruta.

Reconocer que tenemos una voluntad enfermiza, o que los obstáculos son enormes, y luego constatar que no alcanzamos metas deseadas, son situaciones que pueden provocar desánimo y un vago sentimiento de vacío.

En cambio, lograr poco a poco metas buenas, descubrir que sí podemos llegar a donde deseábamos, nos anima e ilusiona a la hora de planear nuevos proyectos.

Esto vale para muchos ámbitos de nuestra vida: para lo personal, para las relaciones familiares, para el trabajo, para la vida espiritual.

Somos seres humanos que necesitan esa energía interior que surge cuando nos animamos tras haber alcanzado algunas metas concretas. Al animarnos de ese modo, tendremos más ilusión y deseos de emprender nuevas metas.

Sobre todo, en el camino que nos permite crecer en el amor a Dios y a los hermanos, necesitamos concretar nuestros propósitos con realismo y con esperanza.

Así, al progresar en el bien sentiremos la alegría que surge tras un resultado positivo y correremos con más ilusión en la maravillosa carrera de nuestra fe católica (cf. Flp 3,12).

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