Por P. Fernando Pascual

Los castigos bien entendidos están en relación con dos ideas fundamentales: la justicia y la educación.

En primer lugar, un castigo busca restablecer la justicia. Ha habido un daño, una infracción, un desorden, un acto contra la convivencia.

El castigo sanamente orientado busca reparar los daños de la víctima o víctimas, al mismo tiempo que «quita» al culpable lo que no merecería tener.

En segundo lugar, un castigo busca educar. Quien ha cometido una falta contra la justicia no solo ha provocado daño en otros, sino que ha manchado su mismo corazón.

Por eso el castigo tiene una dimensión educativa, en cuanto impulsa a curar una deformación interior, y promueve el bien y la virtud que facilitan las acciones justas.

Ha habido y hay abusos en los castigos, como en casi todos los ámbitos humanos. Porque a veces el castigo está rodeado de odio, de espíritu de revancha, de «excesos» que olvidan el verdadero sentido de un buen castigo.

También hay «defectos» en los castigos, cuando son tan leves que ni reparan los daños de las víctimas, ni tienen fuerza para educar a los culpables.

El equilibrio no es fácil. Un buen juez trabaja por orientar su sentencia hacia esos dos polos (restablecer la justicia, ayudar a la educación) del mejor modo posible.

Puede equivocarse por exceso o por defecto. Pero al menos se esfuerza por alcanzar lo mejor para todas las personas implicadas.

También en la Iglesia hay castigos que tiene un sentido medicinal, que buscan promover la justicia y curar a los culpables, sin olvidar que el único que puede acertar siempre en los castigos es Dios, que al mismo tiempo ofrece la misericordia a los que se arrepienten y buscan reparar sus faltas.

En ese sentido, se entiende aquel texto de san Pablo: «Mas, al ser castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo» (1Co 11,32).

Ciertamente, es mejor buscar la justicia desde el amor, sin miedo al castigo, con libertad interior. Pero el realismo de la vida y la debilidad humana nos hacen ver la necesidad de castigos que ayudan a alejarnos del mal.

Cuando los aplicamos y acogemos de modo adecuado, los castigos promueven una mejor convivencia humana, al reforzar el respeto a la justicia, y al curarnos de debilidades que pueden apartarnos del buen camino.

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