Por P. Fernando Pascual

Uno de los hechos más sorprendentes de la experiencia humana consiste en descubrir que existe el pecado, un pecado posible porque Dios dio la libertad a los humanos.

Dios no quiere el pecado, ni quiere la injusticia, ni quiere tantas consecuencias del mal que dañan a millones de inocentes y también a los mismos culpables.

Pero Dios ha dado a los seres humanos ese gran don de la libertad, esa posibilidad de amar que implica también la posibilidad de no amar, de odiar, de dañar, de pecar.

A veces quisiéramos que el pecado fuera imposible, que la maldad no pudiera darse en nuestro mundo. Pero la imposibilidad del pecado implica la negación de la libertad, y así la imposibilidad del amor.

Frente a tantas consecuencias del pecado, algunas cristalizadas en estructuras sociales, en organizaciones políticas, en tradiciones culturales o pseudorreligiosas, la fe nos desvela uno de los grandes misterios del amor de Dios.

San Pablo lo explicaba con una fórmula que conserva todo su vigor después de casi dos mil años: «pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).

El «Catecismo de la Iglesia Católica» (n. 311), citando a san Agustín y a santo Tomás de Aquino, habla sobre este tema. Explica cómo por la libertad concedida a los ángeles y a los hombres entró el mal moral en nuestro mundo. Y cómo Dios, que permite ese mal, es capaz de sacar del mismo algún bien:

«Porque el Dios Todopoderoso (…) por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal (S. Agustín, «Enchiridion» 11,3)».

El mal sigue a nuestro lado, entra en nuestros corazones, nos hiere continuamente. Desde la confianza en Dios podemos curar sus consecuencias, consolar a los dañados por la torpeza humana, acercar al pecador al encuentro con el Dios de la misericordia.

Hoy, como siempre, sigue en pie la gran invitación de san Pablo: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Rm 12,21).

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