Por Jaime Septién

Nos encontramos, según un panel de científicos atómicos, a 100 segundos del Apocalipsis. El llamado Reloj del Día del Juicio Final está agotando la espera de la hecatombe. Y el hombre sigue derecho por el camino equivocado.

Una de las grandes deudas de la humanidad es el cuidado del campo. Somos tan brutalmente inconscientes que tratamos a las áreas rurales y a los hombres y mujeres que en ellas sobreviven con desprecio y maligna indiferencia. Pero son ellos los que producen nuestros alimentos. Es como si esperáramos la carta de aceptación para un trabajo y pidiéramos que el cartero no nos la llevara a nuestra casa; que la dejara donde quisiera dejarla.

Hace un poco más de un siglo las áreas rurales eran el orgullo de un país. Ahora son las chimeneas y las computadoras. Podemos hacer muchas cosas virtuales, pero no hay alimento virtual que nutra nuestro cuerpo. Este año la ONU invita a todos a tomar conciencia de la pobreza rural, la que arrastra la sociedad global como un pecado.

Nosotros, como consumidores, podemos contribuir a enfrentar la pobreza rural con dos sencillas acciones: premiando a los productores honestos y consumiendo productos de la región cada vez que se pueda. Es parte de la «conversión ecológica» que los católicos estamos obligados a cumplir si de verdad creemos que los bienes tienen –como en efecto lo tienen—un destino universal.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 16 de febrero de 2020 No.1284

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