Por Jaime Septién

Cerramos el año con el corazón en un puño. Un dolor triste por los que se han ido. La crisis del coronavirus. La desesperanza de quienes han perdido su trabajo. El porvenir nos llega pleno de nubarrones. ¿Cómo brindar por el 2020 que termina, si todos los pronósticos avisan que el próximo será aún más complicado?

Siempre buscando frases que mejoren la vida de los lectores (¿qué otra cosa puede hacer un católico periodista?), me encontré con esta reflexión del teólogo Henri de Lubac en su libro Paradojas y nuevas paradojas: “El dolor es el hilo con el que se teje la tela de la alegría. El optimista no conocerá nunca la alegría”. Contundente golpe al mercado de la publicidad, de los libros y las películas de autoayuda, las que esculpen el ídolo del placer y la deidad del desenfado (el otro me importa un rábano, el que vale la pena soy yo, y nada más que yo) como única opción de vida digna de ser vivida.

Hemos pasado un verdadero huracán de dolor e incertidumbre. Es más, estamos dentro del huracán. Sin embargo, lejos de considerarlo un hilo que está tejiendo la finísima tela de la alegría futura, lo sentimos tan inútil como arbitrario. La paz interior no se construye sin cruz. El milagro de la fe consiste en saber mirar más lejos, allí donde no hay obstáculos, en la cima de la montaña: mirar al cielo, nuestro hogar.

TEMA DE LA SEMANA: MIENTRAS HAYA PAZ, HABRÁ ESPERANZA

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de diciembre de 2020. No. 1329

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