Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Son impactantes las imágenes de Cristo doliente, atado a la columna y coronado de espinas, crucificado agonizante o muerto en la Cruz, como lo han esculpido los imagineros españoles y mexicanos. Inundados de hilos de sangre en surcos de dolor, pueblan nuestras iglesias antiguas en ciudades, como Sevilla y Córdoba, Querétaro y la Ciudad de México, por mencionar algunas. Pero ante Cristo resucitado, difícilmente se puede ofrecer alguna imagen, salvo algunas elaboradas por genios de la pintura, principalmente, que tocan a lo más una cierta sensibilidad artística y provocan el asombro; pero ¿Cómo se puede plasmar en imagen el ‘estremecimiento del alma’ ante el prodigio de la resurrección del Señor? Sólo el alma limpia y humildemente dispuesta a la acción del Espíritu Santo puede recibir el toque interior, indefinible, solo sentido como un don que rebasa toda experiencia y difícilmente existen palabras para expresarlo, porque es inefable.

Qué penoso es que se trivialice la resurrección del Señor con imágenes más bien grotescas que dañan la misma fe cuando se ofrece en algunos templos causando un enorme daño a la misma fe de nuestro pueblo sencillo. ¿Por qué las imágenes devotas y sencillas de la Santísima Virgen María o de los Cristos, diríamos ‘famosos’, han propiciado el cariño, la fe de nuestro pueblo que han conquistado sus almas, supuesta la acción de la gracia y los milagros ciertos alcanzados, morales o de salud? Es necesario darle la importancia teológica, histórica, sacramental y diríamos mística a este asunto de la resurrección del Señor, que no es poca cosa. Sin ella, simplemente vana es nuestra fe; así percibimos la languidez de muchos cristianos que penosamente lo son de nombre o de rito casual, o como algunos se confiesan como ‘católicos’ no practicantes.

Hemos de descubrir la importancia capital de la Resurrección del Señor, como hecho fundamental y fundante, que da sentido pleno a toda su vida, pasión y muerte. De lo contrario como lo señala san Pablo ‘vana es nuestra fe, vana nuestra predicación. Seremos falsos testigos de Dios, porque contra Dios testificamos que ha resucitado Cristo…’ (1 Cor 15, 14 ss). Sería inaceptable la encarnación del Hijo de Dios, su muerte no sería casusa de nuestra salvación, ni sus milagros serían tales.

Por supuesto que Jesús haya muerto, así es testificado, no solo por los Evangelios, los Hechos y diríamos los escritos del Nuevo Testamento; hasta Tácito en los Anales (25), nos habla de un tal Cristo que murió en tiempos de Poncio Pilato. Lo importante es llegar a la certeza histórica por el testimonio de quienes entregaron su vida. A excepción de su Madre la Santísima Virgen maría, nadie esperaba la resurrección, por más deseos del corazón, la realidad impone sus hechos. Esto provoca el desconsuelo y el temor en los discípulos. Citemos algunos testimonios de quienes lo vivieron y experimentaron a un Cristo resucitado y viviente.

-San Marcos, relato simple, sin interpretaciones ni adornos: “Cuando pasó el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron perfumes para ir a ungir el cuerpo de Jesús. El primer día de la semana, muy temprano, apenas salió el sol, fueron al sepulcro y se preguntaban: “¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?”. Pero, al fijarse, se dieron cuenta de que la piedra ya había sido retirada, y eso que era muy grande. Al entrar al sepulcro vieron a un joven vestido con una túnica blanca, sentado a la derecha. Como ellas se asustaron, él les dijo: “¡No se asusten! Aquél al que buscan, Jesús, el de Nazaret, el crucificado, resucitó y no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto. Vayan ahora a decir sus discípulos y a Pedro: “Él irá delante de ustedes a Galilea y allí lo verán, tal como les dijo” ( Mc 16, 1-8). Ellas salieron huyendo del sepulcro, asustadas y desconcertadas. Y de tanto miedo que tenían no dijeron nada a nadie. Lo menos esperado es que Jesús estuviera vivo. Sensación de estupor, miedo ante lo tremendo. El choque con lo inesperado.

-San Mateo: “De pronto se produjo un gran terremoto. Un ángel del Señor bajó del cielo, se acercó, hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras tan blancas como la nieve. Los que vigilaban se estremecieron de miedo y quedaron como muertos…algunos de los guardias fueron a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Estos, después de reunirse con los ancianos y de ponerse de acuerdo, dieron mucho dinero a los soldados para que dijeran: ‘Los discípulos de Jesús vinieron de noche y se lo robaron mientras nosotros dormíamos, y si el gobernador se entera de esto, nosotros lo convenceremos para evitarles problemas’ ” (Mt 28, 2-3;12-15). Discípulos miedosos, ya mero que van a robar el cuerpo de un ajusticiado tan famoso y custodiado. Esta es una prueba de los enemigos cerrados a la verdad; prefieren sus puntos de vista a reconocer la verdad. Impugnan la verdad conocida. Cometen ese pecado contra el Espíritu Santo, de los seis que estipula santo Tomás de Aquino.

-Evangelio de san Juan: “El primer día de la semana muy de mañana, cuando aún estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que habían quitados la piedra de la entrada. Entonces fue corriendo a donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo: ‘¡Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto!’. Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes que él. Asomándose al sepulcro, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Luego después Simón Pedro, que lo seguía, entró al sepulcro y vio los lienzos en el suelo. El sudario, en cambio, que había cubierto la cabeza de Jesús no estaba en el suelo con los lienzos, sino doblado en un lugar aparte. Entonces entró el otro discípulo, vio y creyó. Todavía no habían entendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 1-9). El discípulo amado, san Juan, estuvo presente junto a la cruz, estuvo presente al depositar a Jesús en el sepulcro; al ver los lienzos y el sudario en la situación que describe, es suficiente para creer. La Sábana Santa de Turín y el Sudario que está en la Catedral de Oviedo: la ciencia los analiza y nos sorprenden sus hallazgos que nos permiten hoy saber que la impresión de las huellas del cuerpo del Señor comporta algo misterioso semejante a una especie de irradiación, por los estudios de la VP8 y otros contemporáneos no por un fenómeno químico, que nos permiten colegir un fenómeno extraordinario: ¿el toque de la Resurrección? Además, es de destacar el respeto de Juan por la autoridad de Pedro. El contemplativo y la autoridad petrina.

-San Pablo es un testigo extraordinario, porque era perseguidor de los que seguían el Camino,-de Jesús; ante su conversión ya su vivir es Cristo. Asegura con su predicación, con sus Cartas que Cristo vive, que se le apareció a él. Citamos sólo el texto a los Corintios: “Porque les trasmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras, que se apareció a Cefas (Pedro) y más tarde a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales viven todavía, otros ya han muestro. Después se apareció a Santiago y luego a todos los apóstoles. Y por último se me apareció también a mí…” (1 Cor 15, 1-8). San Pablo nos ofrece esa fórmula antigua, posiblemente del año 35 al 40 o 42, de nuestra era, que ha recibido. Ofrece esa ‘tradición’ que a su vez él ha recibido, porque ha experimentado a Cristo resucitado, de modo que le ha cambiado radicalmente su vida. Es un testimonio de la evidencia de su fe, como lo señala León Dufour.

La resurrección de Cristo es única; no existe nada similar. El Señor Jesús ha resucitado y vive. El núcleo de la predicación Apostólica, y la clave para entender todas las Escrituras, la vida y la fundación de las Iglesias apostólicas, es el ‘Kerigma’, literalmente significa ‘predicación’ que se atribuye técnicamente a los Apóstoles: que Cristo murió y resucitó, para salvarnos. Si aceptamos esto con humildad y honda sinceridad, bajo el don del Espíritu Santo, constituye propiamente nuestra fe, nuestra adhesión a una persona, no a una ética, aunque la implique; no a una doctrina, aunque surja de este anuncio. Después vendrá el ‘catecismo’, el ‘katá ékkon’, que será el ‘eco’ de esta predicación primitiva.

La resurrección del Señor Jesús, es un acontecimiento histórico singular, que trasciende la Historia, está presente en la Historia y prolonga su temporalidad especial hasta la eternidad.

No basta el llegar a una certeza histórica, ciertamente necesaria; diría, es necesario llegar a una evidencia de fe: solo esa experiencia humilde de quien se abre al Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, para saber y experimentar que vive; toca mi alma, enciende mi corazón. Cristo resucitado es la realidad propiamente cristiana.

Si la Iglesia, con sus sombras, pero más con sus luces ha sido capaz de ofrecer un acerbo cristiano impresionante, es por este núcleo de su corazón: Cristo ha resucitado, Cristo Vive. Solo así entendemos el testimonio de los mártires de todos los tiempos, de los Santos canonizados y de los Santos sin retablo, innumerables.

Podría decir ‘¿se me apareció también a mí?’ (1 Cor 15,8). Lo encontraré en la ‘fracción del pan’, en el hermano sufriente, en la escucha de la Palabra de Dios, en la Tradición viva de la Iglesia, Padres de la Iglesia, Magisterio, liturgia, testimonio de los Santos.

Solo Cristo resucitado puede romper los diques de la mediocridad; sólo él puede vencer al mal y a la muerte. Jesús realiza en su resurrección, por el bautismo y la eucaristía, una humanidad nueva.

Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), teólogo luterano, ejecutado por la intolerancia de los Nazis, nos dejó un bello testimonio, aparte de su martirio: “No será el ‘ars amandi’ (el arte de amar) sino la resurrección de Cristo lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual. Aquí es donde se halla la respuesta al ‘dame un punto de apoyo y levantaré el mundo’. Si algunos hombres creyeran realmente esto y se dejaran guiar así en su actuación terrestre, muchas cosas cambiarían. Porque la pascua significa vivir a partir de la resurrección. ¿No te parece que la mayor parte de los hombres ignora de qué viven en el fondo?” (citado por José Luis Martín Descalzo en ‘Vida y Misterio de Jesús de Nazaret, pág. 1186).

La resurrección es el estremecimiento del alma, más extraordinario, que nos puede cambiar la vida y tener una alegría que nada ni nadie nos quitará.

Imagen:
Aparición de Cristo a María Magdalena tras la Resurrección, de Aleksandr Ivánov, 1835, Museo Estatal Ruso, San Petersburgo.
Russian Museum, Public domain, via Wikimedia Commons

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