Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“La vida es la constante sorpresa de saber que existo.” Rabindranath Tagore

Motivos suficientes tenemos ahora para suponer que las culturas más antiguas y relevantes en la conformación de las civilizaciones mesoamericanas fueron las que habitaron la zona del océano Pacífico que hoy forma el estado mexicano de Guerrero hace 20 mil años.

Se trata de pequeños grupos humanos que subsistían de la caza y de la recolección entre los que pudo originarse el cultivo del maíz; proclives a la pintura rupestre, nos han dejado los rastros más antiguos de tradiciones alfareras (2300 a.C.) y una constante y original tradición lapidaria que en fechas no lejanas le ha granjeado a la región ser reconocida como una de las ocho que compusieron Mesoamérica (originalmente, el número se reducía cinco).

Evidencias muy antiguas nos permiten hacer hipótesis respecto al influyo notorio que sí tuvo entre ellos la cultura olmeca para las artes y los oficios, al grado que algún estudioso ha sugerido que al final de cuentas quizá la raíz olmeca emigrara de la costa del Pacífico a la del Golfo; lo cierto es que entre los habitantes de ambos extremos sí hubo un intercambio fluido de productos (los sitios de San Miguel Amuco y Teopantecuanitlán dan fe de ello); que las culturas de Guerrero dominaban comarcas extensas a través de pequeñas aldeas muy separadas unas de otras pero que coincidían en centros ceremoniales a cargo de sacerdotes – caciques y que la religión les sirvió de eje transversal (como lo demuestra el sitio de Capacha, 1200 a.C.) y con el paso del tiempo agregaron a ella el juego ritual de pelota.

Inexplicable sigue siendo una laguna de evidencias arqueológicas que coincida con el auge de Teotihuacan, que va del 200 y el 650 d.C., el cual es evidente en las demás zonas mesoamericanas, por lo que no tendría por qué exceptuarse la de Guerrero.

Doscientos años antes de existir la Nueva España nuestra región era ya un fragmentado mosaico de comunidades divididas de este modo: en la Tierra Caliente, los purépechas, cuitlaltecas, ocultecas y matlatzincos; en la Sierra del Norte y la depresión del río Balsas –de clima cálido y escasas lluvias–, los chontales, mazatlecos y tlahuicas; en los valles centrales de la Sierra Madre del Sur, ricos en yacimientos metalúrgicos, los coíxcas y los tepuztecos; en la Montaña, los tlapanecos y los mixtecos, en la Costa Chica, los yopes, mixtecos y amuzgos y en la Costa Grande –llanura costera muy angosta, cálida y húmeda, llena de manglares y palmeras y azotada por los huracanes del Pacífico–, los tolimecas, chubias, pantecas y cuitlaltecas.

De todos ellos los yopes fueron los únicos en ejercer cierta hegemonía sobre los demás, pero al tiempo de comenzar su andadura la Nueva España optaron someterse a su jurisdicción, favoreciendo la sucesiva presencia de los expedicionarios Rodrigo de Castañeda, Gonzalo de Sandoval y Juan Rodríguez de Villafuerte, que ensancharon la soberanía del trono español por ese viento a despecho de la inabarcable variedad lingüística de sus moradores.

El descubrimiento del puerto de Acapulco (primero se denominó Villa Fuerte), resultó ser fundamental para la ruta marítima por el Mar del Sur que inauguró en 1565 el tornaviaje al archipiélago de las Filipinas, el Galeón de Manila, que junto con la feria de Acapulco les alcanzará el rango de enclave principal del comercio transoceánico por occidente, y el arribo de productos tan exóticos y finos como la seda, la porcelana, las lacas y los marfiles, ocasión para perfeccionar oficios, destrezas y habilidades en grado superlativo entre los pueblos de indios de Guerrero.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de junio de 2022 No. 1404

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