Por Mónica MUÑOZ |

“Está embarazada, se me hace que va a dejar de venir a la escuela”, escuché a unos jóvenes comentando acerca de una de sus maestras, plática que me molestó mucho porque era una situación que la persona quería mantener en secreto, sus motivos tendría. Por eso me sorprendió oír la información de labios de un chico que nada tenía que ver en el asunto. ¿Cómo se enteró? No quise averiguarlo, porque casi estoy segura de que estuvo espiando una conversación ajena.

Dos situaciones observé con esto: la primera, que el chisme no es privativo de las mujeres, como por mucho tiempo se le etiquetó en la cultura machista, sembrando la creencia de que era un defecto inherente al género femenino, cuestión sumamente desagradable, pues el chismoso reúne las características de alguien que se mete en la vida de todos para sacar provecho o simplemente por diversión, morbo o falta de actividad productiva, vamos, de alguien sin quehacer.

La segunda, que casi es similar y que considero igualmente grave, pues son íntimas amigas: que la discreción se ha perdido para siempre.  Y como ni siquiera recordamos el significado, acudo al diccionario: “Discreción: prudencia, tacto. Capacidad para guardar un secreto” (Larousse, Diccionario de la Lengua Española Esencial).  ¿Es posible que la información que llega a los oídos queme por dentro?, quizá eso sientan los que, sin empacho ni remordimiento alguno, sueltan lo que se les confía sin necesidad de escarbarle al asunto.

Ocurre aquello de que los casos delicados se convierten en secretos a voces. Sinceramente, es penoso enterarse de situaciones personales por la excesiva ligereza de quienes se convierten en voceros no autorizados de la comunidad, sin detenerse a pensar en las consecuencias que su falta de sigilo, pueda traer a los afectados.  Pienso, por ejemplo, en alguien que se ha esmerado en preparar una fiesta sorpresa para una persona muy querida.  Ha cuidado todos los detalles, esperando que el festejado quede impactado al llegar el momento de develar el misterio.  Pero, de repente, todo el esfuerzo y cariño invertidos en los preparativos se van a la basura porque un “buen samaritano” insinúa algo como “ya va a ser tu cumpleaños, ¿verdad?, ¿y qué te van a hacer?, porque he visto a fulanita muy atareada comprando cosas últimamente…”

Sería un trabajo titánico tratar de ir a la raíz de este fenómeno, por eso no me atrevo a aseverar que las indiscreciones profesionales hayan sido detonadas por los programas de espectáculos donde se meten en la vida de las figuras públicas.  En el afán de vender más y ganar la noticia más escandalosa, los “reporteros” –que no deberían ostentar tan honorable título sino llamarse “chismosos de oficio”- se meten a averiguar vidas ajenas, provocando situaciones embarazosas que afectan hasta a las familias de los involucrados.

Ah, pero también en la vida cotidiana el chisme se presenta con algo simple: faltando a la confianza de quienes creen que pueden depositar un secreto en alguien que consideran íntegro y leal, permitiéndole conocer su sentir y pensamientos más íntimos.

Respecto a este punto, cada vez más frecuentemente los medios de comunicación y redes sociales demuestran que hay gente que no sólo es capaz de traicionar la confianza de sus conocidos, amigos y familia, sino que, por dinero, vende información confidencial de sus jefes y lugares de trabajo, con el afán de enriquecerse rápidamente.  Esto habla de una falta absoluta de ética y respeto hacia la autoridad, las instituciones y la gente en general.

Surge entonces una mezclan de actitudes: la deslealtad, la traición, el chisme y la indiscreción, convirtiéndose en un engendro destructivo de relaciones. Ya lo ha dicho en repetidas ocasiones el Papa Francisco: el chisme es destructivo, es matar al prójimo con la lengua.

Resulta entonces que hay cuidarse de todos, pues una conversación entablada con cualquiera puede derivar en un problema serio.  Pero también es verdad que hablar sin prudencia puede causar más males que beneficios.

Por ello, debemos ser escrupulosos y elegir nuestras palabras al hacer comentarios, o en todo caso, si no se va a hacer el bien a nadie con lo que digamos, lo mejor es callar.  Reflexionemos en lo que las palabras pueden hacer a las relaciones humanas y optemos por alejarnos de chismes y rumores. Difamar a la gente no sólo es delito, sino también un pecado grave que puede marcar para siempre.

Y como ya sabemos, hay que recordar que los niños nos ven, oyen e imitan. Por ellos, seamos perfectos ejemplos a seguir.

¡Que tengan una excelente semana!

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