Por Felipe de J. Monroy @monroyfelipe

A lo largo de las crónicas de la llegada de los españoles a tierras del imperio mexica, así como en la indispensable obra Visión de los vencidos, de Miguel León-Portilla, los sonidos del encuentro permanecen como si fueran personajes en el complejo proceso que debieron vivir en este choque de culturas. Se pueden hallar en el murmullo de una profecía, en el primer diálogo que pasa de lengua en lengua, en los cañones y los hierros, en el eco de los cascos de los caballos, el crujir de madera, el tintineo de cristales y piedras, de miles de mazos golpeando miles de escudos y, por supuesto, en los gritos de batalla. Pero allí donde hay guerra, hay indefectiblemente llanto, pesar, clamor y, por supuesto, búsqueda de esperanza y fe. Búsqueda de sentido.

Ya antes del encuentro con los cristianos, la cultura prehispánica era rica en cosmogonía trascendental; las inquietudes del alma las expresaba así el poeta Cuacuautzin (en tiempos de Nezahualcóyotl): Can nel pa tonyazque / in aic timiquizque? / Ma zan nichalchihuitl nÍleocuitlatl oo / zan ye nipitzaloz nimalalihuiaz in tlatillan / O zan ye noyollo zan ye ni Cuacuauhtzin, / ninotolinia».

«¿A dónde hemos de ir que nunca muramos? Aunque fuera yo jade, aunque fuera yo oro, seré fundido, seré perforado en el crisol. Es mi corazón: Yo soy Cuacuauhtzin. ¡Soy un desdichado!».

Quizá por ello, Moctecuhzoma «se llenó de grande temor y como que se le amorteció el corazón, se le encogió el corazón, se le abatió con la angustia» cuando le fueron transmitidas las primeras voces de la presencia de los viajeros en su imperio: porque los prodigios que presagiaron la presencia de los españoles fueron todos fuegos, excepto de un ave sin voz que reflejó visiones y el persistente e inconsolable llanto de una madre por sus hijos en los escondidos rincones de las ciudades.

Si algo cambió durante el asedio de la gran Tenochtitlan fue el sonido de la cotidianidad: el ruido normal de las ciudades, de la camaradería, de la laboriosidad diaria, del rezo común, del diálogo y la música dejaron paso a los estertores de guerra, al grito de los combatientes, a la orden militar, el rugir de la pólvora estallando y el golpe seco de piedras afiladas sobre la carne. Lo recupera de las crónicas el historiador:

«Dieron un tajo al que estaba tañendo: le cortaron ambos brazos. Luego lo decapitaron: lejos fue a caer su cabeza cercenada […] Entonces se oyó el estruendo, se alzaron gritos, y el ulular de la gente que se golpeaba los labios […] Entonces la batalla empieza: dardean con venablos, con saetas y aún con jabalinas, con arpones de cazar aves. Y sus jabalinas, furiosos y apresurados lanzan. Cual si fuera capa aurilla, las cañas sobre los españoles se tienden».

La guerra cambia el sonido de los pueblos: cambia el ritmo de la palabra y el canto; de la música y el llanto. Fernando de Alva Ixtlilxóchitl señala que algo así sucedió durante la fiesta religiosa de Tóxcatl en honor a los dioses Huitzilopochtil y Tezcatlipoca (finales de mayo de 1520): Los sacerdotes y fieles mexicas celebraban a sus deidades, desarmados, con el permiso de festejar su fe. Pero Pedro de Alvarado, sin la presencia del capitán Hernán Cortés, pensó que era una trampa, cerró la plaza del Templo Mayor donde los creyentes celebraban y danzaban, y los mató ventajosamente. Zan nocuicanentlamati O zan nocuicayeyecohua / in tlalticpac ye ni Cuacuauhtzin («Sólo sufro con cantos, sólo ensayo mis cantos, aquí en la tierra, yo Cuacuauhtzin»).

Bien se advierte que tras este episodio ningún rezo ni verso alguno volvió a tener el mismo tono confiado y amistoso. Las crónicas insisten en que se avecinaba el verano, que las lluvias comenzaron a caer en los caminos y las piedras de Tenochtitlán pero principalmente la lluvia hacía ese sonido peculiar al caer sobre el agua del lago mientras expulsaban a los españoles de la ciudad hacia su «Noche Triste». Si Cortés lloró o no, no se sabe; si llovía sobre los canales de agua y las milpas, tampoco; pero nuevamente el estertor del fuego y el horror irrumpió el valle en aire de cañones, del choque metálico, de alaridos de heridos mortales y golpes rabiosos sobre el huéhuetl.

La guerra cambia el sonido de varios pueblos, los deja en silencio, como anotó el poeta anónimo sobreviviente del horror:

«En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre. Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros […]».

Los sobrevivientes (indígenas y españoles) tenían que golpear algo no sólo para comprobar la realidad sino para crear el sonido que perdieron en las batallas. Del lado de los conquistadores, Bernal Díaz del Castillo comienza su magnífico relato al descubrir Tenochtitlán haciendo elogio del ruido, del murmullo de voces: «Solamente el rumor y zumbido de las voces y palabras que allí había, sonaba más que de una legua»; pero, tras la caída de Tenochtitlan, el cronista sólo encuentra silencio, crudo y terrible, del que constantemente tiene que apartar la mirada y la pluma. Y es que a lo largo de su crónica sólo en ese capítulo aparta la voz una y otra vez para callar lo que sus ojos no soportaban ver: «[…] todas las casas llenas de indios muertos y aún algunos pobres mexicanos entre ellos que no podían salir, y lo que purgaban de sus cuerpos era una suciedad como echan los puercos muy flacos que no comen sino hierba. Y hallóse toda la ciudad arada, y sacadas las raíces de las hierbas que habían comido cocidas, hasta las cortezas de los árboles, también las habían comido. De manera que agua dulce no les hallamos ninguna, sino salada. También quiero decir que no comían las carnes de sus mexicanos, si no eran tlaxcaltecas y las nuestras que apañaban: Y no se ha hallado generación en el mundo que tanto sufriere el hambre y sed, y continuas guerras, como ésta. Dejemos de hablar de esto y pasemos adelante […]».

Nuevamente el poeta Cuacuautzin revela cuál era el clamor del alma antes de los españoles; antes de la guerra, antes de las tragedias, ya había la búsqueda de una voz que consolara al pueblo. La necesidad de sentirse amados, protegidos, mimados: Tinemia in tinech cocolia, / ti nech miquitlani. / In onoya yehua in on opoliuh. / In anca zan yoquic oo / noca hual chocaz, noca huallamatiz, / zan ti nocniuh. / O zan ye niauh, o zan ye niauh.

«Vives tú y me aborreces, me preparas la muerte… ¡A uno que se va, a uno que va a perecer! Pudiera ser que alguna vez lloraras tú por mí, pudiera ser que por mí te afligieras… pero yo me voy, yo me voy…».

No sucedería de inmediato tras la guerra, sino en 1531 cuando una voz nueva comenzó a resonar por todos los rincones del corazón de un nuevo pueblo:

«Porque yo en verdad soy su madre compasiva, tuya y de todos los hombres […] porque allí les escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores y para realizar lo que pretende mi compasiva mirada misericordiosa».

TEMA DE LA SEMANA: LA CAÍDA DE MÉXICO-TENOCHTITLAN, 13 DE AGOSTO DE 1521

 

Publicado en la edición impresa de El Observador del 19 de agosto de 2018 No.1206

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