Por Angelo De Simone

Dios abraza con mucho dolor, por los daños ocasionados por algunos de sus miembros, a su Iglesia herida. El Papa Francisco en más de una oportunidad ha comentado que la Iglesia llora y se avergüenza por los abusos sexuales a menores por parte de algunos sacerdotes. «La Iglesia conoce el sufrimiento, la historia y el dolor de las víctimas. Sufrieron, además, la omisión de asistencia, el encubrimiento, la negación y el abuso de poder», añade Francisco.

Dentro de todo este contexto, es necesario comprender que la fe en la Iglesia deriva de nuestra fe en Dios. Y no sólo eso, sino que la misma Iglesia es un motivo que ayuda a creer. No es «el» motivo de la fe, pero sí es «un» motivo de la fe; una razón más, aunque subsidiaria, que ayuda a ver la racionabilidad de creer «en» Dios y de creer «a» Dios.

Para muchas personas la Iglesia parece ser un obstáculo para la fe. Es común escuchar en el diálogo con las personas frases como: «Sí, Dios es mi fortaleza, pero la Iglesia…». Y este argumento, en su versión concreta, suele formularse: «Es que Jesús es un Dios de amor, pero los padrecitos…». Como si los sacerdotes fuesen, en su totalidad, el exponente más claro de todos los vicios, defectos e hipocresías que caracterizan el lado oscuro de la condición humana. ¿Estaremos pecando de generalizar el mal dentro del clero? ¿Acaso no observamos el gran testimonio de muchos sacerdotes que han dado toda su vida al servicio del prójimo?

Es más que claro que nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado por los abusos a menores por parte del clero, ya que, si un miembro sufre, todos sufren con él. Estas palabras de Pablo resuenan en nuestros corazones al leer una noticia sobre nuevos casos de abuso cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas.

La Iglesia «ha llegado tarde». Ésa puede ser nuestra impresión. Tarde para asumir responsabilidades y tomar conciencia de la gravedad del problema. La antigua práctica de transferir a la gente ha adormecido las conciencias, y, claro está, que cuando la conciencia llega tarde, también los medios para resolver el problema llegan tarde.

No obstante, a pesar de toda esta problemática, es necesario preguntarnos: ¿Qué puedo hacer yo para iluminar estas tinieblas? Orar, en algún momento hacer silencio, en otro denunciar, pero, sobre todo, es inminente actuar y dar testimonio con la vida.

La categoría de «testimonio», la alusión a la vida concreta de los cristianos que han hecho vida el Evangelio, alude a la necesidad de que la mediación eclesial transparente a Cristo.

Ése es el reto del cristiano del siglo XXI. Ser, cada uno de nosotros, Iglesia. Gracias a Ella hemos oído hablar del Señor, hemos sido iniciados en sus misterios, hemos podido confirmar que Dios nos ama y nos quiere suyos.

HOMBRES DE POCA FE, NO TENGAN MIEDO

No tengamos miedo en medio de esta tempestad. A los apóstoles en medio de la tormenta, cuando parecía que todo se acababa, Jesús les dijo: Hombres de poca fe, no tengan miedo. Y es allí cuando

debemos aferrarnos a la mano de Dios, que nos salva de ahogarnos en nuestros pensamientos impulsados por el mal espíritu. Que nuestra vida muestre al Dios en quien creemos, para poder transmitir a tantas personas heridas, el amor misericordioso y tierno de un Padre que nos sana y nos invita a seguirle.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 23 de septiembre de 2018 No.1211

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