Por Arturo Zárate Ruiz

Es común en la cultura de masas, y no raro ahora entre católicos y aun pastores, el creer que no se necesita ser practicante, es más, no se necesita ser bautizado para ir al Cielo. Si Dios quiere la salvación de todos, si su poder para lograrlo es infinito, si su misericordia no tiene límite, si además su Iglesia puede reconocer a los que ya son santos, pero no se atreve a identificar con seguridad a nadie que ya se haya ido al Infierno, por tanto, al final disfrutaremos todos de la alegría del Paraíso.

No quiero cuestionar ahora la descripción de la puerta de la salvación como muy ancha, cuando Jesús mismo la pintó angosta; sí, sin embargo, las posibles consecuencias de esta creencia en la proclamación del Evangelio. ¿Para qué anunciarlo, si después de todo todos seremos salvos? ¿Para qué practicar, inclusive, sus exigencias si las practique o no ya tengo un lugar asegurado entre los bienaventurados?

¿Para qué, por ejemplo, ir a Misa los domingos si quiero descansar todo el día? ¿Para qué evitar el adulterio, tan divertido que es? ¿Para qué retener mi ira y no darle de golpes a mi vecino, que me cae tan mal porque compró un carro nuevo? ¿Para qué no emborracharme, justo ahora que estoy con los cuates, y mañana y pasado también? ¿Para qué no coger ese dinero que no es mío, si es una oportunidad para hacerme rico, es más, famoso sin que nadie note que yo robé? ¿Para qué dejar de mentir, si hacerlo me mantiene en este cargo político tan lucrativo? “Hagámoslo”, diría el impío, “si de cualquier manera me va a ir bien en la eternidad o, de no haber ninguna, disfrutar cada día, no como aquél quien practica penitencias, y a la hora de morir no gana nada, por no haber un más allá”.

En cuanto a predicar el Evangelio a quienes aún no lo han oído, ¿por qué hacerlo si son ya “gente buena” y de cualquier manera Dios los abraza ahora y abrazará por siempre? ¿No es soberbia nuestra andarles diciendo a ellos qué creer cuando ya el Señor los ha aceptado?

Aunque hubiera Cielo para todos, debemos anunciar el Evangelio porque así lo manda Jesús. Además:

Los “buenos” que no saben aún de Dios ni de su infinita bondad no tienen ya razón de estar tristes. Se alegrarán sobremanera por conocer que su vida hermosa no se reduce a la incertidumbre de cada instante ni acaba con la muerte, sino será aún más sabrosa que la miel, sin claroscuros, en el Paraíso.

Los “buenos” que ya tienen atisbos de Dios, pero no conocen aun a Cristo rebosarán de gozo porque su Señor no es alguien distante, caprichoso, inaccesible, sino es Jesús, quien, por si tuviéramos dudas, nos entiende pues comparte nuestra naturaleza humana, es más, murió por nosotros para borrar nuestros pecados, y nos dijo que era nuestro amigo, nuestro hermano, ¡qué digo!, se nos da como alimento en cada Misa.

Los impíos tendrán noticia sobre formas de vida mejores que sus falsos y precarios deleites; noticia de verdaderos goces —el ser buenos— que se pueden empezar a disfrutar ya sin necesidad de esperar a llegar al Paraíso.

Los que sufren en este momento tendrán el consuelo del Evangelio, el saber que no necesitan esperar a morir para unirse a Dios, aunque ahora lo hagan en su Cruz. Viéndolo bien, ¡qué privilegio participar en su obra redentora!

Finalmente, proclamar el Evangelio a todos los pueblos acelerará la Parusía, el advenimiento glorioso de Jesús en la conclusión de los tiempos, de tal modo que ocurra la resurrección de los cuerpos y se abran, finalmente, las puertas del Paraíso.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 10 de octubre de 2021 No. 1370

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