Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“No hay hombre absolutamente inculto: el hombre se ‘hominiza’ expresando y diciendo su mundo. Ahí comienza la historia y la cultura.” Paulo Freire

Si no podemos separar al nacimiento de la cultura mexicana –inexistente como tal hasta antes de 1521– de lo que comenzó a pasar en las Antillas Mayores y Menores a partir del 12 de octubre de 1492, tampoco lo debemos hacer respecto a las comunidades y estilos de vida en uso en 1519 entre los habitantes de esa extensa comarca geográfica del macizo continental americano para la cual hace 80 años el filósofo,

etnólogo y antropólogo alemán naturalizado mexicano Paul Kirchhoff (1900 – 1972), en su ensayo “Mesoamérica, sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales” (1943), creó un concepto que no hemos de confundir con sus derivados ‘Región mesoamericana’ y ‘Aridoamérica’, de lo que luego hablaremos.

Kirchhoff, en disenso a la forma de clasificar las culturas indígenas americanas del norte y del sur del continente a partir de su forma básica de subsistencia (recolectores, cazadores, pescadores, cultivadores superiores e inferiores), planteó su propuesta a partir de lo más propio del ser humano, la palabra, y el reto inmenso de aglutinar sesenta lenguas diferentes en familias y rasgos culturales específicos con los que propuso se podía trazar la ruta de una civilización que se conformaba con características propias y elementos comunes tales como el desarrollo de la escritura pictográfica y a base de jeroglíficos, la producción de libros hechos de piel de animal o papel de amate, un calendario de profecías de 20 por 13 días (tonalpohualli) a la par del calendario solar de 365 días, una arquitectura que tuvo como cima los centros ceremoniales y en ellos las pirámides escaladas, los pisos de estuco y la explanada para el juego de pelota y el cultivo de comidas especializadas a partir del maíz, el frijol, la calabaza, el cacao y la fermentación de bebidas obtenidas de las cabezas del maguey.

De las lenguas todavía en uso entre los grupos indígenas de la superárea sociocultural que va del centro de México hasta una parte de Costa Rica y que siguen ligados por un conjunto complejo y heterogéneo de relaciones de carácter social y etnográficas, de similitudes y diferencias en su modo de vida, quienes simpatizaron con lo planteado por Kirchhoff se hicieron cinco grupos lingüísticos desde estas cualidades: los no clasificados aún, como el purépecha, el cuitlateco y el lenca, el zoque-maya o macro-mayance, el macro-otomangue, la extensa familia nahua y de filiación yuto-azteca y las familias tlappaneca-subtiaba y tequisisteca.

Luego, la base agrícola de una economía de subsistencia que partió de la domesticación del cacao, maíz, frijoles, aguacate, vainilla, calabaza y chile; de proteínas obtenidas del cultivo del guajolote y del perro, del uso de dos calendarios, el ritual de 260 días y el civil de 365, de los sacrificios humanos como parte de su visión sagrada de la vida, de la tecnología lítica y de la ausencia de metalurgia.

Siguiendo esta lógica, la ‘civilización mesoamericana’ comenzó con el dominio de la alfarería, la ocupación de comarcas y el establecimiento en ellas de centros ceremoniales, la agricultura y la homogeneización gradual de todas ellas a partir de rasgos compartidos, que de forma por demás sintética denominamos aquí ‘visión sagrada de la vida’, porque sin lugar a dudas y gracias a ella hubo un camino que explorarán hasta sistematizarlo los misioneros –en especial los teólogos dominicos–, que tendrá como hilo conductor el misterio pascual.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de marzo de 2022 No. 1392

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