Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“Lo que es creado por el espíritu es más vivo que la materia”. Charles Baudelaire

El locativo náhuatl Mēxihco Tenōchtitlān, en nuestra lengua ‘Lugar de pencas de nopal’, fue el nombre que impusieron al islote del lago de Texcoco los mexicas cuando tomaron posesión de él el 13 de junio de 1325.

Nunca jamás usaron otro gentilicio, aunque ahora la ignorancia, más que la mala voluntad, les endilgue el de ‘aztecas’, neologismo muy tardío, acuñado por los ingleses en el siglo XVIII, inspirándose, ciertamente, en un dato duro: que los migrantes que se establecieron en la zona más inhóspita de las inmediaciones del lago de Texcoxo, sobre poblado de serpientes venenosas, ciertamente afirmaban proceder de una patria fabulosa situada en Aridoamérica, Aztlán, cuyo paradero –si existió alguna vez–, sigue siendo para nosotros, hasta hoy, ignoto.

A partir de aquella fecha el trazo urbano de México Tenochtitlan se fue extendiendo sobre la superficie del lago merced a obras hidráulicas y rellenos, aprovechando para la agricultura y el comercio la humedad del subsuelo y la de los canales. Como se trataba de una comunidad belicosa, su capital lo mismo fue un lugar sagrado que una ciudadela, de modo que sus cuatro calzadas fueron siempre sitios estratégicos para controlar las entradas y salida y el lago lo que en otros ámbitos las murallas.

Su espacio sacro, el Templo mayor y los lugares de le circundaban dan fe del rango que alcanzó en Mesoamérica la ciudad más poderosa, en lo que pasó a convertirse Tenochtitlan luego de someter los altépetl que la circundaban, no menos que una de las ciudades más pobladas del mundo.

El gobierno lo ejercía desde la doble investidura de jefe civil y religioso el tlatoani. Su cargo era vitalicio y la pompa y parafernalia que le rodeaba tóxica. Se fundó como parte del sistema lacustre de la Cuenca de México, en un islote aumentado artificialmente en el lago de Texcoco mediante obras hidráulicas y suelos artificiales.

Del gran templo de México tenemos las evidencias de cómo fue: un conjunto de edificaciones (torres y pirámides) y espacios abiertos de planta cuadrada y ochavada, que coronaban uno o más altares, rodeados u oxigenados por un patio cercado por un lienzo que cortaban vanos de ingreso alineados con las cuatro calzadas de acceso a la ciudad.

La torre soberana de este ámbito fue el Templo Mayor ((Huey Teuccalli), coronado por dos adoratorios o teocalis, al pie del cual discurría la visión sagrada de los mexicas, los aspectos más relevantes de sus circunstancias religiosas, políticas y económicas, de sus celebraciones y de sus duelos públicos, las exequias y las entronizaciones de los tlatoanis.

El Templo Mayor se elevó a 45 metros de la superficie y constó de siete capas, nos atrevemos a decir, se convertirán de nueve en los siglos XVI y XVIII, cuando en sus inmediaciones se edifiquen la Catedral Metropolitana y su sede parroquial, el Sagrario, respectivamente.

Una de las excusas que ampararon la red tributaria de los mexicas por todo Mesoamérica y que a la postre les servirá de ruina, será, paradójicamente, las ofrendas sagradas que se fueron multiplicando según se expandía este señorío a los cuatro vientos.

De los templos gemelos que coronan la pirámide, además de la perspectiva dual cielo / tierra, sequía / lluvia, solsticio de verano / solsticio de invierno, que el del viento sur honrara a Huitzilopochtli y el norte a Tláloc, muerte y vida, sangre y agua, no deja de tener un paralelo con los dones eucarísticos de pan y vino.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de diciembre de 2022 No. 1432

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