Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
“No desprecies las tradiciones que nos llegan de antaño; ocurre a menudo que las ancianas guardan en la memoria cosas que los sabios de otro tiempo necesitaban saber.” J.R.R. Tolkien
Si de lo que se trata aquí es de legitimar el término indocristianismo para aplicarlo a la cultura popular mexicana hoy el término no puede ser anterior a 1519, que es como decir al primer contacto de la expedición exitosa de las varias fallidas para sentar los reales del trono español –que se estaba consolidando precisamente ese año,
con el ascenso del nieto de los Reyes Católicos, el príncipe Carlos, a una soberanía que a partir de esa fecha depositará en una sola cabeza lo que antes fueron muchos fragmentos de potestad de régimen en Europa, Medio Oriente y África y a partir de 1492 de América en el Caribe.
El indocristianismo, ya empeñados en aplicar la palabra en cuestión, no cuenta para nada antes del 12 de octubre de este último año, fecha bien datada del arribo de la tripulación del almirante genovés Cristóbal Colón a la isla que ahora se denomina Guanahani, en las Bahamas, para abrir una ruta que él repetirá cuatro veces bajo la premisa de estar en la India.
Ahora sabemos, con datos puntuales, que Colón si siquiera fue el primer navegante que de Europa pasó a estas latitudes, aunque no podamos cicatearle haber sido el que trazó el periplo de circunnavegación por el Atlántico del primer viaje exitoso.
A la vera de tal lance y aurora aparece un Américo Vespucio (su nombre de pila es Amerigo y su apelativo Vespuccia), comerciante, explorador y cosmógrafo de Florencia salido de una de las muchas ramas de ese estado, y no de las más jolinas, diríamos por acá, pues gozaba del favor de la familia Médici.
En 1492 representaba en Sevilla los intereses de su paisano, el banquero florentino Gianetto Berardi, financiador de los navíos de los Reyes Católicos, cuando se topó con Cristóbal Colón y supo por él de su apenas consumada hazaña, que despertó en su ánimo la voluntad de apoyarle en un segundo viaje, como finalmente pudo hacerlo en una expedición frustrada, la de 1496.
Picado en su orgullo, a la vuelta de tres años alcanzó el título de astrónomo y cartógrafo de la expedición de Alonso de Ojeda, al lado de la cual arribó a lo que hoy son Brasil y Venezuela, en un itinerario que concluyó a la vuelta de un año y con los resultados más copiosos: naves que arribaron a Cádiz cuajadas de dones preciosos, circunstancia que le beneficiará a él más que a Colón, pues de sus registros y divulgación de ellos, gracias a la invención de Gutenberg, resultará la denominación de un ámbito geográfico que ahora le honra, aunque nadie o muy pocos le recuerden.
Dejemos aquí la intersección que facilitó a dos vidas coincidir en un propósito común midiendo nada más sus fuerzas y aportaciones, la del primero de estos ‘aventureros’, que “descubrió” lo que ya ocupaban, desde milenios antes, seres humanos, y la del segundo, que insinuó su geografía y colocación ante el globo terráqueo con una pericia tan cabal como para que a la postre se le reconociera con el título supremo que ostentará hasta el final de los tiempos: que las Indias Occidentales o el Nuevo Mundo lleven, al final de cuentas, una derivación de su nombre propio: América.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de marzo de 2022 No. 1391